Jorge de Jesús Pizarro administra el único banco de este sector del centro de Cali; un mercado de segunda mano en el barrio Sucre lo recibe cada domingo desde la mañana. Aunque es algo improvisado y no figura en el registro mercantil de la ciudad, puede jactarse de ser el único banquero de estas calles de chécheres y cachivaches.
Escrito por: Juan Pablo Laguna.
Editado por: Patricia Alzate y Andrés Felipe Castañeda.
25 de mayo de 2023
En un tablero de madera soportado por la estructura endeble de una tabla de planchar hay un reguero de monedas de infinidad de estados, tamaños y denominaciones, de todos los tonos metálicos, grados de óxido y formas. Están sobre un paño de color rojo que evita que reboten y caigan al piso mientras los curiosos las manipulan, y permanecen estáticas bajo el sol de domingo en este sector céntrico de la ciudad. Esperan por alguien que tras el regateo las compre y les asigne un valor más allá de su antigua y caducada denominación.
Al lado derecho de la mesa, Jorge de Jesús Pizarro ubica las monedas de bajo valor comercial, aquellas que no sobrepasan los trescientos o cuatrocientos pesos actuales; es un cúmulo en el que no hay un orden establecido y se debe escarbar prestando atención por si algún tesoro aparece. Al lado izquierdo, entretanto, se ubican las más valiosas, que pueden costar hasta cinco mil pesos por unidad; están perfectamente organizadas, categorizadas en divisiones de plástico y forradas en cartones que le sirven de protección: monedas cuadradas, con bordes en zig zag; monedas de países tan lejanos y pobres que incluso resulta inverosímil creer que tienen sistema económico; monedas en las que resalta la fauna de los países; con errores de impresión y hasta lazaretos, monedas usadas antiguamente al interior de hospitales en donde se aislaba a las personas contagiadas de lepra. De este lado de la mesa el vendedor dispone, además, de algunos álbumes, libros con divisiones plásticas en donde exhibe billetes también coleccionables. Algunos son pocos especiales, varios pesos oro colombianos que abundan en las tiendas de numismática, y otros que se hacen más apetecidos dada la baja emisión por parte del Banco de la República, o por presentar dígitos consecutivos en su número de serie. Estos pueden costar hasta sesenta mil.
Un olor metálico en las manos y la satisfacción de saberse con algunas monedas y billetes más para la colección. Los apasionados que acuden a este pulguero no tendrían problema alguno en quemarse bajo este inclemente sol en busca del dinero exótico, insólito. Se amontonan algunos alrededor de la tabla que hace de mostrador y, con lupa en mano, auscultan en cada átomo de los dineros. Quieren asegurarse de su originalidad. Me apretujo junto a ellos y con ignorancia empiezo a revolver el montón de monedas; me hago el entendido y selecciono tres con la fauna de sus regiones: Perú, Canadá y Kenia están ahora en la palma de mi mano tras un acuerdo comercial para favorecer el cariño.
—¡Muy bonitas! Muy buena elección.
—Sí, son para una amiga que colecciona.
El vendedor entiende mi respuesta y responde con un gesto de complicidad mientras se ríe.
—Bueno, entonces le voy a hacer una pequeña rebaja para que le lleve otra.

63 años. Caleño, del barrio San Nicolás. Cuarto en la lista de un grupo de ocho hermanos identificados por apodos: Coco (él), Cheche, Core, Chili, Carevaca, Muelón, Papirusa y Vendaval. «Cuando estaba niño mi mamá me decía que si no me dormía venía el coco, pero una vez se equivocó y dijo “duérmase Coco que viene el niño”. Y así me quedé». Desde hace más de tres décadas Jorge de Jesús Pizarro ha sido aficionado a la numismática, pero tan sólo hace cinco años abrió su negocio en el centro, en un Mercado de Pulgas que funciona los domingos y días de fiesta. Ya su alcoba se estaba volviendo un almacén de álbumes con billetes tan planchados como una camisa de seda, con tarros repletos de metales viejos y con cartones y plásticos para protegerlos del tiempo; más parecía una bodega que una habitación, por lo que ante la alarma de verse acumulador compulsivo supo que era hora de comenzar a vender parte de la colección que llevaba años atesorando. Esa misma semana tomó una tabla de planchar, un tablero de madera para la superficie de la mesa y el paño rojo, y se contactó con un amigo taxista para que semanalmente lo llevara hasta El Pulguero. Desde entonces acude puntualmente cada domingo a las 7 de la mañana. Los días festivos no va; ya es suficiente con que un banco abra un domingo.
Para este hombre los libros sobre numismática son la biblia, y averigua la historia de cada moneda y billete con tanta pasión y precisión como para fundar su propio programa televisivo. Por ahora tendrá que conformarse con su pulguero, con su banco ajetreado de números antiguos. Aquí, en el centro, sobre su tabla de planchar, el tiempo parece que se detuvo hace años. «Este mundo es muy extenso. Como para hablar todo el día de numismática», dice con orgullo mientras observa a los compradores que se acercan a revolver en su puesto. Muchos de ellos son viejos conocidos, y han entablado buenas amistades en torno a las monedas y billetes.
Para Jorge, esta no es realmente su fuente de ingresos. Dice ser un coleccionista de bajo perfil y no tener la mercancía necesaria como para vivir del negocio. En otros lugares del mundo sería más sencillo vender una moneda con mayor valor de colección, pero en Colombia es difícil. Su lema es ser un coleccionista del pueblo y para el pueblo, un banquero preocupado por los gustos de aquellos que se dedican a la compilación de bajas denominaciones, sobre todo criollas.
Tintineo en el recuerdo
Aunque en sus últimos 30 años ha estado rodeado de diversas monedas y billetes, gran parte de su vida la ha pasado pelao. Un accidente en los años 90 lo llevó a perder el 75% de movilidad en su cuerpo, y a que su brazo izquierdo tuviera que ser amputado. Era auxiliar de construcción, y mientras trabajaba en una obra de lo que luego sería un autoservicio, sacó una varilla al aire y, por equivocación, hizo contacto con las cuerdas de energía primaria que llevaban el fluido eléctrico por el barrio. 13.200 voltios pasaron a su cuerpo y vagaron por el organismo durante algunos segundos eternos, hasta que la corriente salió disparada por su pantorrilla derecha llevándose consigo, incluso, la masa muscular.
«Imagínese donde la corriente no hubiera salido. No estaría aquí contándole el cuento. O la otra: pudo haber salido por el corazón, por un pulmón, por el cerebro. O me mataba o me dejaba lleno de resabios».
En el barrio entero se fue la luz. El transformador del poste más cercano hizo una explosión que se escuchó en varias manzanas y los breques de las casas se dispararon para evitar las sobrecargas de energía en los aparatos. Tal fue el poder de descarga recibido que, cuando sus compañeros lo auxiliaron, tuvieron que esperar varios minutos a que el hombre se enfriara, pues dado el fervor del voltaje estaba hirviendo. Su destino: un hospital público, el San Juan de Dios, en donde la posibilidad de quedar resabiado no era como para descartar. Sin embargo, allí no había equipos para tratarlo, por lo que lo remitieron al Hospital Departamental; público pero un poco más decente.
Ocho cirugías, limpieza de las zonas afectadas, algo de terapia y la temida amputación de la extremidad en una nueva operación. 72 días estuvo hospitalizado, hasta que de nuevo la calle lo recibió: el trabajo, la vida y el futuro incierto. Ni pensar en la jubilación, no estaba afiliado al sistema pensional cuando se accidentó. Los dueños del autoservicio, quizás con algo de culpa, le ofrecieron trabajo durante los siguientes años: vigilante, papelero, asistente administrativo y todero, hasta que la empresa fue vendida y a Jorge de Jesús Pizarro lo despidieron. Luego, consiguió trabajo en una litografía; se encargaba de realizar talonarios, factureros, tarjetas para empresas y soportes relacionados con la producción empresarial. Varios años estuvo allí, hasta que en el 2010 la llegada del internet puso en jaque varios negocios artesanales, entre ellos las litografías. Jorge tuvo que abandonar el puesto. De nuevo a su suerte. De nuevo a la calle.
Años atrás, cuando apenas tenía 18, emigró hacia Venezuela, o al menos lo intentó. Al llegar a la frontera prefirió quedarse en Cúcuta sorteando la suerte y el azar. Consiguió trabajo rápidamente como mesero y en su primer día el Ejército Nacional lo reclutó para que prestara servicio. «El primer día de trabajo. Imagínese. Trabajaba de noche en una cafetería, sobre la carretera, y pasaron haciendo recogida. Iba para Venezuela y terminé fue en el batallón». Sin embargo, esos dos años en el ejercitó le habrían de servir décadas después, cuando una abogada encontró la forma de que Jorge pudiera pensionarse de forma anticipada teniendo en cuenta el accidente que había sufrido. Paralelamente, por esos días había decidido montar su tabla de planchar en el centro de Cali, su negocio de monedas y billetes coleccionables. Tenía ahora su pensión y su banco. Todo mejoraba después de algunos años.

El primer peso
En los años 80, antes de accidentarse, Jorge se dedicaba al rebusque en la calle vendiendo calendarios de bolsillo. Los almanaques que vendía incluían mensajes de amor, motivación, fútbol y religión, imágenes de cantantes, de modelos o de bandas de música. Mientras se ocupaba de su venta, un muchacho se acercó preguntándole si recibía unas monedas viejas como parte de pago. El vendedor se sorprendió ante la propuesta, pero eso no lo detuvo. Al hacer el negocio, ambos quedaron satisfechos con lo que recibieron, sobre todo Jorge de Jesús, quien inició así la pasión que hasta hoy lo sigue acompañando. Cuando la goma por las monedas definitivamente no se despegó de su vida, comenzó a frecuentar tiendas de antigüedades en donde compraba grandes lotes de dinero empacados en bolsas. Poco a poco su habitación fue poblándose de figuras famosas, de la fauna y flora de cada nación reconocidas en aquellos trozos metálicos y papeles de colores vivos. Su álbum y colección personal es un viaje por el tiempo y las naciones del mundo. Los ecosistemas y el patrimonio de sus territorios están ahí, al alcance del bolsillo y con la probabilidad de perdurar en el tiempo.
La moneda más vieja que encontré en su álbum fue una de 25 centimes suizos con un escudo en su revés de 1847. La más rara… todas. Figuran monedas de países tan poco conocidos o de naciones desaparecidas hace tanto tiempo, que los peniques coleccionados de este lado del mundo son el único soporte para atestiguar su improbable existencia. Una moneda de la Isla del Hombre me llamó especialmente la atención, una dependencia de la corona británica situada en el mar de Irlanda, reconocida por ser sede de una competencia motociclística: el Tourist Trophy, celebrado desde 1907. La moneda, de 1993, presenta en su cara un retrato de perfil de la reina Elizabeth II, mientras en su revés la figura de un dinosaurio con los pulgares arriba advierte sobre el cuidado al medio ambiente: «Preserve Planet Earth. 1 Crown».
El alma acuñada
Coleccionar monedas parece la utopía de aquellos que sueñan con la integración de las naciones. En este mundo, el numismático, desaparecen las fronteras. Aquí no existen las líneas divisorias para separar los Estados. Los retenes militares se marchan y no se debe realizar el chequeo del pasaporte para ir a tomar chocolate suizo. Una pequeña parte del país vive en la moneda y se cuenta con un pequeño fragmento del tiempo en la mano. Encontrar a personas con lupa auscultando en medio de un tumulto de círculos de plata, deja entrever las posibilidades de un mundo poco conocido y al que no se le ha otorgado el suficiente valor cultural. En este sector céntrico de la Cali, el Pulguero, Jorge se ha ganado varios clientes que ya reconoce: los hace levantar temprano los domingos y los saluda con el tono de camaradería con el que sólo se saluda a las personas con las que se comparte entusiasmo. Coleccionistas de otros municipios del Valle del Cauca hacen parte de un círculo que con lista en mano llegan a buscar monedas como si de entrar a una tienda de abarrotes se tratase. Son camaradas, colegas, amigos; algunos no dudan en referirse a su accidente, a la falta de la extremidad izquierda, aunque el incidente es algo que Jorge aceptó hace mucho.
—¡Qué hubo, papi!, ¿cómo vamos? Mochito, necesito 20 centavos del 58, 61, 62, 63 y del 66.
— Noooo, hermano, usted no está en nada porque la del 63 es muy común.
— Sí, pero la que tengo está muy feita y quiero cambiarla.
Algunos transeúntes, al descubrir su punto de venta, intentan venderle monedas que al parecer estorban en sus casas, pero Jorge no compra, sólo vende. Adquirir grandes saldos de monedas es el negocio para intentar ganarse unos pesos extra. Sin embargo, para él una charla siempre será posible, y no pierde nunca la posibilidad de contar anécdotas sobre su dinero. El haber leído tantos libros sobre coleccionismo lo han dotado del carácter de una persona con experiencia sobre el tema.
Es el único comerciante con esta clase de negocio en el Pulguero del barrio Sucre, o del Sucre, como le llaman algunos a este sector. Otros vendedores tienen algunas monedas y billetes en sus puestos, pero la cantidad es tan limitada y la clase de objetos tan variada que no hay una clasificación segura para lo que venden. Jorge, por su parte, siente orgullo de la exclusividad de su negocio. Eso sí, no pierde la ocasión para vender algunos objetos que molestan en su casa o que vecinos del barrio le piden el favor de negociar. Hace días, algunos productos de limpieza e higiene lo acompañaban en su jornada: unos pañuelos y desinfectantes posaban junto a un par de patines que el taxista que lo transporta le pidió vender. La complicidad se hace presente en cada charla que tenemos, y la curiosidad por las monedas me hacen acercar cada domingo a su puesto; escarbo en el cúmulo en busca de algo que llame mi atención, pero ante la indecisión me pierdo en el mar de anécdotas y curiosidades que Jorge comienza a contar. En agradecimiento le obsequio un dólar americano de 1971 que recibe con entusiasmo; ahora su colección de dólares está completa y la moneda va directo a su álbum personal. Algunos familiares suelen acompañarlo en los días de venta; un hermano suyo vende discos de vinilo a escasos metros y una sobrina le hace compañía. Nunca se casó, o al menos admite haberlo hecho sólo con sus monedas y billetes.
Tras algunas semanas de frecuentarlo, me da un consejo que atesoro como a una moneda de oro:
—Oiga, ¿cómo le va con la pelada? Llévele estas moneditas. A quien le gusta la numismática si le regalan una moneda es como regalarle un girasol. Imagínese si le lleva 10. Yo le armo un ramo bien nutrido de naciones.