Sonicronías es un proyecto de experimentación escrita y sonora cuyo enfoque temático es la ciudad de Cali. A través de la crónica y los paisajes sonoros, creamos experiencias de lectura inmersiva en distintas tonalidades narrativas como el misterio, la alegría y la añoranza, entre otras. Así pues, está presente la necesidad de contar historias sobre la capital vallecaucana, con la intención de ir más allá del texto o el podcast, ¿por qué no un híbrido entre ambos?
Sonicronías nos lleva a un recorrido por lo (des)conocido: por lo contado de voz en voz, lo popular, lo que nos identifica, lo que nos mueve. Combinando ambos recursos se ha vislumbrado un camino que nos lleva a reconocer y conectar con todo lo que nos ofrece nuestra ciudad vaga y difusa.
Por: Angie Quintero, María José Quintero, Juan David Peralta, Juan Pablo Laguna, Milton González, Nicol Calvo, Valeria Ruíz
Editado por: Julián González
26 de junio de 2023
Borondo #1: Se le fue el ángel
Por Nicol Calvo
Cali, 1930
Acompañar la lectura de la siguiente crónica con la reproducción de este ambiente:
Raquel Beltrán tiene quince años y nunca ha salido sin su madre. Vive por la carrera novena con calle cuarta. Su familia está conformada por sus dos hermanas mayores, Inés y Lidia; su madre, Ana Dolores de Beltrán y su padre, Hilario Beltrán. Al proveedor del hogar se lo lleva el día y lo trae la noche, justo a la hora en la que sus hijas duermen profundamente. No lo ven seguido. Ni él se fija mucho en ellas. La responsabilidad de cuidar a las niñas es de su mujer y la suya es trabajar duro para mantenerlas, como debe ser.
Ante la frecuente ausencia de su esposo, la señora Dolores se ha convertido en la figura de autoridad que las jovencitas necesitan. Y para ellas, desobedecer a su madre no es una opción. Todas han sido educadas para ser sumisas, en especial Raquel, ella sabe bien que el buen comportamiento trae recompensas.
—¡Niñas! Como se han manejado tan bien las voy a llevar a la chorrera.
El agua limpia que sobraba de los tanques de agua era botada a unas cuantas cuadras de la casa Beltrán, creando la chorrera conocida como El Chambón. Lugar favorito de las jóvenes.
Para ir a bañar allí lo primero que se prepara es el fiambre, pues la hora de la comida se respeta y el hambre no perdona paseo. Cuando todos los alimentos están listos y bien envueltos se ponen en marcha hasta llegar al destino.
— ¡Mira, mamá! Hay mortiños. ¿Podemos comer algunos? Por favor, por favor.
A falta de mango, mortiño. La chorrera se caracteriza no solo por su agua fría y cristalina, sino también por la cantidad de arbustos de aquel fruto del bosque.
— Está bien, está bien. Pero no se llenen mucho porque se tienen que comer lo que trajimos.
Agarran y comen mortiño hasta que se decida la ganadora de la lengua más azulada. La merecedora del título es Lidia. Pero, hasta que no se termina toda su parte del fiambre no celebra el triunfo.
Hace un día bastante soleado, y el chorro se ve irresistible. Las jóvenes no ingresan si su madre no autoriza.
—Vayan pues, háganle antes de que vengan más gente.
Con sus camisolas largas, una detrás de la otra, se adentran en el somero charco. Mientras que Dolores sacude la rama de escoba que había llevado. No solo había preparado los alimentos, también el instrumento correctivo que la ayudaría a vigilar a sus hijas.
Apenas recibiendo la gotita de agua que les caía jugaban y reían bajo la atenta mirada de la madre. Un zancudo vuela alrededor de la pantorrilla de Raquel, picándola y haciéndola rascarse bruscamente, levantándose en el proceso una parte de la prenda.
—¡Se le va a ir el ángel ¡No se friegue! ¡La camisola, baja la camisola!
La madre se niega a creer que a su pequeña hija por poco se le va el ángel. Regresan a casa antes de que ocurra otro incidente y sus niñas terminen igual que Eloísa, la hija de la vecina, que se baña casi desnuda. A esa se le va el ángel a cada rato.
Borondo #2: Aguas cristalinas
Por Milton González
El Peñón, Cali, 1957
Es una mañana gris, nublada y gélida. Las calles del barrio bretaña se bañan por una leve cortina de nubes que difusa la visión de los vecinos. Fred Echeverry toma una ducha helada y se cepilla los dientes a la vez. Su madre le plancha su camisa. El traje y los zapatos ya estaban listos desde la noche anterior. Aquí empieza el día de Fred, quien deberá andar por las calles de su barrio para repartir las hojas del diario del pacifico. Camina por el barrio con una bolsa negra llena de rollos, los cuales empuja por debajo de las puertas de las casas. En su camino se encuentra a su amigo, socio y compinche Juan Carlos. Quien lo invita a “ir a la playa”. Fred todavía tiene algunos rollos por repartir, además en la tarde debe repartir los rollos del diario La Relatoría. Pero Echeverry es un tipo que le gusta la diversión, salir, caminar y mirar las calles de su ciudad. Pero sobre todo, le gusta mirar aquellos cuerpos femeninos que nadan en las aguas cristalinas del río Cali.
Fred no lo piensa mucho y corre en dirección hacia su casa. Se pone unos zapatos cómodos, una pantaloneta debajo de su pantalón y una toalla en su maleta. Juan Carlos repite la acción y baja casi volando de las escaleras de su vivienda. Los jóvenes quedaron de verse en las cercanías del rio Cali, en inmediaciones de una de las tantas parcelaciones de Don Antonio Obeso de Mendiola. Ambos, caminan emocionados hacia su coincidencia.
Las nubes se disipan y la neblina se evapora. El calor vuelve a la sucursal del cielo y el viento mueve las palmeras de la Plaza de Caycedo y los brazos de los antiguos samanes. Las chicharras vuelven a sonar y los jóvenes van sonrientes hacia su destino.
Ahí está, el mismo charco, el mismo río, las mismas rocas y la misma alegría de la gente. Nadie se atreverá a desviar el río, como lo han hecho últimamente para las plantaciones de caña de azúcar. “El sol está picante” y los únicos refugios son, la sombra del gran samán contiguo al charco del burro o el agua fría del río. Fred y Juan Carlos se meten al agua con precaución.
Después de un rato de haberse aclimatado, Fred, corre hasta lo alto de la loma clavar y descender en una caída libre de aproximadamente 14 metros. Ya lo había hecho antes, se siente como un experto en clavados, ya conoce el terreno y la corriente del charco. La gente expectante se asusta por el sonido del choque de la espalda de Fred con el agua, pero este sale ileso después de la bochornosa escena.
Una de las tantas señoras que vio a Fred caer en el agua, lo invita a que coja un plato y almuerce junto a su familia. El fogón de leña hizo hervir un delicioso sancocho que es repartido entre los bañistas. Fred y Juan Carlos, reposan en una gran piedra a la orilla del cuerpo de agua, ellos divisan el paisaje y se ríen juntos debido a sus barrigas protuberantes después de tremendo almuerzo.
Borondo #3: Música de fuerte brisa
Por Angie Quintero y María José Quintero
Cali, 1970
Las risas viajan entre los cuerpos que se amontonan y retuercen. Octavio intenta correrse lo que más puede a la ventana del carro, mientras sus compañeros de bachillerato siguen entrando y empujando. Cuatro personas en el asiento trasero, el piloto y el copiloto. Todos subidos en un carro ajeno; en el carro del papá de Iván, quien siempre ha recibido a todos los muchachos con brazos abiertos en la casa predilecta para sus reuniones. Iván arranca el carro automático, rumbo a algún lugar. Los chicos, todos de 15 y 16 años, escuchan baladas mientras sienten el viento en sus rostros. Un vueltón sin el permiso de nadie les hacía bromear entre ellos. El carro comienza a agitarse cuando van llegando a una de las lomas en el norte de Cali. Se agita y se agita, y con el carro también se mueven los cuerpos amontonados y sonrientes. Hasta que ya no se mueven. Ni siquiera el carro. Un hueco grandísimo evitaba que la llanta siquiera haciendo su trabajo. Todos se empezaron a bajar y a empujar; entre los cinco sacaron el carro. Pero estaban cagados de miedo. ¿Qué pasará cuando vuelvan y el papá de Iván los regañe? Con miedo y todo, regresan. Ya no sonrientes, ya no bromeando. Ay, la vaciada tan tenebrosa que les pegaron. Y pa’ la calle; los echaron de la casa.
Pero a los días ya estaban todos en esa gran sala, nuevamente. Después de todo, era el centro de reuniones, el punto de encuentro. Y ellos eran los consentidos.
Las hermanas y las primas de Iván habían escuchado sobre lo que pasó unos días antes. Esta vez, con el permiso de los papás, salieron a un bailadero. El barrio Versalles es silencioso, y el viento de las cinco de la tarde despeina sus cabezas. Octavio camina con paso apresurado, como siempre suele hacerlo. En este contexto, pareciese que su gusto por el baile lo estuviera urgiendo a llegar de primero. Sus compañeros lo siguen, charlando despreocupados. El sitio es seguro, y es sano. Cuando llegan al bailadero, Octavio comienza a juntar sus palmas al ritmo de la música. Iván pide una Coca Cola apenas entra al establecimiento, y la comparte con su hermana. Octavio no espera más: extiende su brazo en dirección de una de las chicas, y esta lo toma y salen a la pista. La charanga que retumba en los altavoces hace que todos se entonen, que se muevan sin apuros. El ambiente es festivo, y despierta en ellos una complicidad única. Hasta que oscurecía se escuchaban las risas, los silbidos y la música retumbando por entre las paredes; la nueva ola, estos ritmos tan singulares que no eran como tal una salsa, sino que eran charanguitas, pachanguitas, o la música cubana, o los boleros y las baladas, lograban que todos los presentes sudaran hasta el cansancio. Algunos pidieron una que otra cerveza, y otros pidieron agua. Y cuando se acercaban las once de la noche, el volumen de la música se iba desvaneciendo. Llegaron las once. Y todos pa’ fuera. Todos pa’ sus casas. Qué buena rumba.
Borondo #4: Volver para jugar una mano
Por Juan Pablo Laguna
Jugar una mano
Cali, 1973
Acompañar la lectura de las siguientes crónicas con la reproducción de este ambiente:
La Papagayo lo deja en la esquina de la carrera 4ta con 15. Diez cuadras lo separan del Benjamín Herrera, una institución académica tan vieja como la misma ciudad y que hace años sirvió como guarnición militar en el centro histórico desde el siglo XVIII. Al terminar la jornada, cuando el timbre del colegio anuncia que las clases acaban de terminar, se dirige a las casetas del parque Santa Rosa a vender los libros de estudio: biología, matemáticas e inglés se venden a cambio de unos pocos pesos para ir a jugar billar en el segundo piso de una panadería del sector. Lo acompañan Carlos Chasi y Alberto Costa, amigos del grado 8vo y fieles compañeros de copia ante la falta de libros intercambiados por juego. ¿Cerveza? Ninguna. Tan solo el sonido de las tres bolas de baquelita pegando contra las bandas y rozando entre ellas milimétricamente.
Jugar otra mano
Cali, 2023
Al volver, 50 años después, realiza el recorrido a mi lado. Pasamos por las puertas del colegio, actual sede corporativa de uno de los ingenios azucareros más viejos del Valle, y recorremos la Calle de la Escopeta hasta salir a la carrera 4ta. Bajamos hacia el centro pasando por el Museo La Merced y nos detenemos en una panadería. A su lado, unas escaleras de granito conducen a un billar en un segundo piso, el mismo en el que jugó hace exactamente medio siglo.
Se queda parado frente al acceso de las gradas durante algunos segundos. Sonríe tímidamente y sus ojos parecen a punto de quebrarse. No me atrevo a romper el silencio y espero a que dirija la frase que sé está a punto de pronunciar.
-¿Jugamos una mano? Con la pensión será suficiente. Ya no hay necesidad de vender los libros.
Borondo #5: Alentar al verde
Por Milton González
San Fernando, Cali, 1996
Acompañar la lectura de la siguiente crónica con la reproducción de este ambiente:
Son las 6:00 am, los vestigios del sol comienzan a pintar las cabañuelas de la sucursal del cielo. Es una mañana calurosa, un domingo desigual. Hay algo diferente en el ambiente, en los rostros de algunos habitantes y en la movilidad. Luis Eduardo Cardenas siempre se despierta bien temprano, todos los días baja por las escaleras de su barrio para esperar una buseta en la vía al mar que lo lleve al centro de Cali. Pero hoy no es un día de trabajo, hoy es un día histórico.
Luis bebe una aguapanela fría y muerde un pan duro que había en el comedor. Coge su camiseta verde y blanca, su billetera y su radio y sale rápidamente de su casa. Baja los escalones ágilmente y aterriza en el arcén de la vía al mar. Otra fila de personas con vestimenta verde y blanca están a la espera de cualquier bus que los transporte hacia la gran urbe. Pero pasan los minutos y todos los buses vienen abarrotados hasta el techo. Luis decide caminar hasta La portada, ahí puede abordar una Rio Cali o coger un taxi.
Casi siendo las 8 de la mañana, Luis estira su brazo varias veces, pero ningún conductor tiene cupo libre. Se siente agotado, pero no puede perder la oportunidad de ver a su equipo campeón después de 22 años. En la radio informan “Ya son las 8 de la mañana con 15 minutos”. Luis entra en desesperación porque se le está haciendo tarde. Pero en medio de su angustia, frena a su lado una Van con 5 personas hinchas de su mismo cuadro. “Mi hermano, súbase que nos cogió la noche”, le gritan desde una de las ventanas. Son todos conocidos, eran algunos de los que estaban esperando el bus en la parte de arriba. Es una completa fiesta dentro del vehículo, los cánticos y saltos, contagian de alegría a un tímido Luis que miraba por su ventana.
En su ruta se les interpone un atasco monumental en la calle quinta, cerca de la biblioteca departamental. Todos los muchachos deciden salir del auto y correr hacia el “Sanfernandino”. Una multitud de camisetas verdes inundaba todo el barrio. No se ve ninguna fila de acceso, solo hay una aglomeración como nunca antes se había visto. Después de un rato, Luis se despide de sus compañeros y camina hasta la tribuna oriental, se abre paso entre la multitud, le muestra su boleta a los de seguridad e ingresa a la grada. Luis vuelve a encender su radio y se la pega al oído. El partido está a punto de comenzar. En la radio escucha: “Deportivo Cali se enfrenta al América de Cali, en la última fecha de los cuadrangulares. El Cali solo necesita un empate para ser campeón del fútbol profesional colombiano”.
Siendo el minuto 85, los cánticos del público se intensifican. Los niños, los abuelos y los señores saltan y cantan al mismo tiempo. Todos gritan: “Campeón, Cali, campeón”. Las personas más cercanas al gramado intentan romper las rejas que los separan del césped. Los policías tratan de detener con violencia a la multitud que se les viene encima.
El partido va 0-0 y el América, con la pelota en su mando, empieza a tocarla dentro de su misma área. Los jugadores Verdes ya no atacan con intensidad, ellos saben que la sexta estrella está prácticamente en sus brazos. Cuando el árbitro decreta el final del partido, una marea tumba las rejas del estadio y logran ingresar a la cancha. Todas las personas que se quedaron por fuera, corren y se meten a las gradas y al gramado. Aproximadamente 70.000 personas celebran el triunfo del Cali junto con los jugadores. Es una escena de locura y éxtasis total, la gente enloquecida corta las redes de los pórticos, agarran terruños del césped, se llevan la ropa de los miembros del equipo y otros tantos se arrodillan y le dan gracias al Señor de los milagros. Tanto Luis como los hinchas y jugadores, saltan eufóricos levantando el trofeo del fútbol profesional colombiano.
Borondo #6: La cuota
Por Valeria Ruiz
Cali, 1996
Para tener una imagen completa de la reconstrucción de Cali en esta crónica, reproducir el siguiente vídeo y dejarlo de fondo mientras se lee la pieza.
Es viernes por la tarde, 24 de mayo. Faltan diez pa’ las seis. El cielo se pinta de tonos violáceos, rojos y amarillos, anunciando que el sol se despide. En la calle quinta el tráfico es pesado, lento y desesperante. Pitidos al unísono, motores rechinando y conversaciones ajenas, anuncian que en la sultana del Valle empieza la vida nocturna. Como Nueva York, Cali es la “ciudad que nunca duerme” de Colombia.
La entrada principal, portería 2, de la Universidad del Valle en la avenida Pasoancho se llena de estudiantes conversando plácidamente. En un grupo de tres personas, el compinche de toda la vida, están: Maria Isabel, Guillermo y Pipe. Maria, de apodo “Isa”, en las mañanas estudia Administración de Empresas en la sede de Univalle en Palmira. Por las tardes trabaja medio tiempo en el Superley cerca de Menga. Guillermo, estudia Matemáticas en la sede Mélendez, no trabaja. Y Pipe, compañero de Guillermo, bailarín, “El Trompo”.
—Hoy hay cuota donde mi compadre, El Chepe, de Medicina. El vive na’ más ahí en Los Chorros. Pipe, andá por la nave que yo te pago el trayecto, lo que le echés de gasolina. —dice Guillermo.
—Vámonos en la Alameda 1, que esa sube por el Hospital Mario Correa y ahí baja al plano. Pa’ que tomés tranquilo, Trompo. —dice Isa.
—No más unas cervecitas, relajáte ve. Si algo vos manejás, te suelto el carro. —dice El Trompo.
El Chepe, como él hay varios personajes. Son los anfitriones de la fiesta. De voz en voz se corre la invitación, que es libre y sin restricciones. Se sabe cuando el asunto va a estar bueno o no, dependiendo de quién invite. El Chepe, de nombre completo José Albeiro, tiene fichada la diversión con buenos tragos, como el Cua – Cua, y buena música, como Micaela de Sonora Carruseles.
La casa queda en el romboy de la 70, en el plano de Los Chorros. Una residencia de un piso, esquinera y en obra negra. Tiene dos cuartos, sala, cocina, patio trasero y un baño. Parece pequeña, pero caben más de veinte personas si se quiere. Univallunos llegan a la cuota, pero también se unen vecinos del sector. Algunos traen butacas y sillas plásticas; y se acomodan donde sea, tanto adentro como afuera. De repente, el andén es ocupado por la multitud que canta Juanito Alimaña de Héctor Lavoe.
Cuando el trío llega, El Chepe hace ronda recogiendo la plata. La cuota hoy es de 2.000 pesos por persona. El anfitrión manda a dos colegas a comprar la bebida y llegan canastos de cerveza, botellones y sodas. Así se empieza a chupar el chorrito.
Todo el que quiera, es bienvenido a la cuota.