Por Nathalia Becerra
En medio de los cientos de reportajes y noticias que circulan en los medios y las redes sociales, hay un sector de la ciudad que no sólo es visto como el culpable de los sucesos, sino también como la fuente de todos los problemas que acechan a la ciudadanía: el oriente.
En X, la percepción del oriente es negativa. La propuesta para mejorar la seguridad a veces es lanzada como un chiste. Otras, contundentes y alarmantes, son lo suficientemente ambiguas como para tomárselas en serio: “¿Para cuándo una bomba atómica que borre el oriente de Cali?”, “El oriente de Cali no se arregla en un mes ni con una bomba nuclear, y mandar soldados a que se infecten es inhumano”. Una bomba nuclear en Cali, y en Colombia en general, es una imagen impensable; pero varios caleños parecen creer que es lo que se “merecen” las 7 comunas que se ubican en esta zona del área urbana. Con ese punto como base, cabe preguntarse: ¿quiénes son las personas a las que hacen referencia estos comentarios?, y más aún, ¿cuál fue el evento que los llevó a ser el foco de tanto desprecio?


Cali cerró el 2023 con una población de 2’283.846 habitantes. De ellos, 848.448 vivían en las comunas 11, 12, 13, 14, 15, 16 y 21, según Cali en Cifras–es decir, aproximadamente un 37% de la población–. Repartidos en barrios que en su mayoría rondan el estrato 1 y 2, se encuentran los hombres, mujeres, jóvenes y niños que para muchos son la clase paria de la sociedad. La causa de esto es el innegable involucramiento de algunos de ellos en pandillas, sicariato, microtráfico y hurtos. Sin embargo, bajo eso también está la concepción social de la capital del Valle como un lugar dividido en dos: la ciudad que la mayoría siente como suya y, junto a ella, la otra Cali.
Para reconocer a la segunda basta con mirar sus casas con tejas de zinc, sus paredes que durante mucho tiempo no estuvieron repelladas y sus calles con el cordón del andén pintado de colores. También están allí, en su mayoría, quienes llegaron desplazados del Pacífico e iniciaron la búsqueda de un mejor porvenir. Son los trabajadores informales, los que viven al día y los grupos más golpeados por el desempleo quienes se reúnen en un territorio donde la lucha por ser escuchados es una constante.
Ellos son los que son vistos como los otros, los diferentes; y esa construcción de una otredad, dentro de la comunidad que somos, es la que ha permitido marcar una distancia con todos esos seres humanos cuyas necesidades han sido desatendidas y a quienes se les ha negado el acceso a oportunidades. Lo que hoy se puede percibir en las redes sociales, y cuyo auge podría llegar a ubicarse en el período de la pandemia, no es más que el agravamiento de dicha distancia, llegando, hasta cierto punto, a rozar con el concepto de deshumanización. La disminución de la condición humana de una minoría, cuya diferencia con los otros viene no sólo por sus características raciales, sino también por su llegada a territorios que hicieron propios por medio de asentamientos, es la que permite que se lancen al aire afirmaciones que ya no se conforman con pedir una segregación o separación entre la Cali “buena” y el oriente, sino que ahora buscan su eliminación.
No obstante, no se puede generalizar a los sectores privilegiados, ni negar que el oriente es también, irónicamente, la fuente de oportunidades para muchos. No es inusual escuchar relatos de personas que afirmaron vivir en la casa de un familiar, conocido o amigo que habita en un barrio de estrato socioeconómico bajo para obtener descuentos en matrículas o becas académicas. Aunque sea mal visto moralmente, la clase media de la ciudad, aquella que representa alrededor del 40% de la población, ve en ese sector la puerta de acceso para lo que les puede ser negado. De nuevo, se presentan las dos caras de una moneda en las que el oriente adopta un carácter negativo o positivo: por un lado, es la mano que acerca a los individuos a la educación superior y a la esperanza de un futuro mejor; por el otro, es un elemento de la historia y vida de una persona que debe ocultarse. Con esto, me refiero a los casos en que, según una fuente anónima, el personal de recursos humanos de una empresa, al realizar visitas domiciliarias a posibles empleados, se daba cuenta de que, si bien en anteriores conversaciones la persona decía vivir en cierta zona, la dirección de su hogar se ubicaba en el oriente; el motivo tras ello era evitar que se llegara a perder la oportunidad de obtener el empleo debido al barrio en el que residían.
Indudablemente, la estigmatización de la zona ha ocasionado muchos sucesos que complejizan la ya de por sí difícil situación de los habitantes del sector; la imagen negativa, agravada constantemente por la violencia de la ciudad, lleva a la persecución y al señalamiento de sus habitantes, aunque estos no estén involucrados en los eventos denunciados. Basta con retroceder sólo unos años, al 21N, cuando el pánico se tomó a Cali y se difundieron decenas de audios en los que se afirmaba que los habitantes del oriente habían llegado a los sectores privilegiados a saquear y entrar en los conjuntos residenciales; mientras eso pasaba, ellos estaban en sus casas, encerrados y sintiendo el mismo miedo que aquellos que los acusaban de delincuentes y violentos.
A pesar de todo, desde las siete comunas de este sector de la ciudad siguen saliendo iniciativas y personas que no sólo llenan de orgullo a Cali, sino que también dignifican y demuestran el potencial y la fuerza del oriente, de su gente y de su comunidad. Son los nombres de deportistas como Yerlin Isaura, promesa del boxeo, y Jhony Rentería, velocista campeón nacional, o de espacios como Radio Guayaba con Gusano, el Colectivo El Faro o la Corporación Casa Naranja los que deben resonar con energía cuando se hable del oriente. Quizá con eso se dejará de hablar de una tierra de nadie y se verá el talento y potencial que hoy se invisibiliza.