Escuela de Comunicación Social
Universidad del Valle

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Agua salada escurriendo por la frente y espalda. Suelas ardientes. Caminares lentos y rápidos que se mezclan con los sonidos estrepitosos del ambiente. Mis pasos lejanos a la multitud, pero tan cercanos como para ahondar en sus miradas y pensamientos, se construyen a partir de melancólicos deseos de pertenecer o, quizá, de ser uno con las paredes color polvo junto al sudor, dolor y huellas de quienes dejan historia por donde van.

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Escrito por: Nathalia Eraso y David Rodríguez

21 de marzo de 2024

Mi sensación es la contraria: estoy por fuera, flotante, periférico, y observo desde mi lejanía el comportamiento de aquellos que me rodean y no me identifico con ellos. Los veo como bichos de otra especie, como animales raros cuya conducta no deja de sorprenderme.

—Mario Mendoza
Fotografía por Nathalia Eraso


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12:00 p.m. —Plaza de las palomas— Cali, Colombia.

En los indecisos pasos se ve reflejado el cansancio, la pesadez y el enigma por lo venidero. Miradas perdidas —cargadas de vida— son las que me permiten apreciar su naturaleza. Aunque la comprensión de sus miradas se queda en una incógnita, en una pregunta que no puede dejar de caminar junto a ellas y a mí me produce desasosiego.

Es mi presencia una gota de agua en una tempestad. Son mis pasos parecidos a la brisa de la mañana. Es mi voz la de una planta. Es mi mirada junto a las demás. Me muevo a través de los olores y el dolor humano, pasando desapercibida, siendo como el viento en el caminar de las personas. ¿A dónde voy? No tengo idea, sólo me dejaré llevar por mis instintos, por lo que se hace llamar alma, por el asombro que es parecido al de un niño que habita en lo profundo de mi morada.

Pasos rápidos, muy rápidos. Largas calles amontonadas de tiendas que hacen que se sientan más angostas de lo son. Voces a la par.  Humo de cigarrillo y vehículos conforman uno solo. Basura por todos lados. Desorden. Caos. Sujetos acompañados de Morfeo en el duro pavimento parecen ser reconocidos sólo por mi mirada. Cabezas gachas en el horario laboral. Cuerpos chocando entre sí. Pieles descubiertas ante los rayos de la luz y cubiertas hacia las personas. Individuos que añoran el contacto físico, pero odian a las multitudes. Miradas perdidas que van hacia un punto fijo. Labios en una línea recta. Cabellos grasos y opacos por el aire. Manos inquietas. Vidas al límite. Una luz en medio del caos. Una luz… Un brillo, una quietud. ¿Qué es? ¿Quién es? 

Se mueve con simpleza, pero cuidando cada detalle. Sus manos acarician sus antebrazos. Y la lentitud de su cuerpo es un brillo frente a la opacidad de los apresurados cuerpos de la multitud. Intento ir hacia donde su presencia se percibe y me percato de un detalle: Su mirada. No parece ser habitual su actuar con relación a las demás personas que por aquí se ven. El brillo de sus ojos me atrapa en un primer momento, desencadenando en mí el deseo de conocer y viajar a través de sus pensamientos, de su naturaleza. Intento caminar hacia ella dando pasos largos y rápidos, pero ya no está. Se ha ido. Y junto a ella mi deseo de conocerla.

Fotografía por Nathalia Eraso


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1:00 p.m. —Iglesia de San Francisco— Cali, Colombia.

Por lo general me mantengo alejada de estos lugares, pero en medio del bullicio del centro de la ciudad mi curiosidad se despierta. Decido entrar en la iglesia. Al adentrarme, noto cargas de conciencia en los rostros de los presentes y presencio rituales inusuales. A pesar de su amplitud, la iglesia parece poco concurrida; las personas ocupan bancos con al menos tres asientos de separación entre sí. El arte gótico que adorna el lugar es inquietante, con una sensación tenebrosa. Entre vitrales, santos y vírgenes, descubro una capilla más pequeña y sombría, iluminada por velas y abarrotada de ídolos de gran tamaño en comparación con los que se encuentran afuera. Aquí, la densidad de personas es mucho mayor, y la atmósfera está cargada de culpabilidad. El aroma a sudor es asfixiante, y el calor se hace más evidente. En los laterales de la iglesia, entre vitrinas, se encuentran vírgenes a las que algunas personas se acercan para dejar ofrendas, mientras que otras se golpean el pecho en un ritual que asumo está relacionado con la culpa. En busca de redención o expiación, buscan algo que les otorgue tranquilidad por sus pecados, quizás pecados que vuelvan a cometer.

A pesar de ser temprano, la cantidad de personas no es tan grande como esperaría, tal vez debido al día de la semana. Aunque no es domingo, hay misas programadas cada dos horas, y una está a punto de comenzar. Mi intención era hablar con el padre o sacerdote a cargo, pero al preguntar, descubro que se requiere una cita previa, lo que me resulta una decepción. Tenía la impresión de que los sacerdotes o curas estarían disponibles para conversar, ya que se les supone conocedores de filosofía y con mucho qué aconsejar. A pesar de ser un lugar grande y significativo para la comunidad, la mayoría de sus puertas y espacios están cerrados al público, incluyendo patios y confesionarios inaccesibles. Supongo que estos espacios en su día fueron utilizados por monjes y monjas para su formación, pero en la actualidad, el público general no tiene acceso a ellos, lo que resulta inquietante. Debido a la burocracia excesiva, me limito a hacer suposiciones en lugar de preguntar a alguien qué se oculta tras esas rejas cerradas. La sensación de incomprensión y distancia entre los fieles y la iglesia añade un toque dramático a esta escena, dejándome con más interrogantes que respuestas.

Fotografías por Nathalia Eraso


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Salgo. Pero la pesadez de cada persona y sus plegarias aún me acompañan. Cierro mis ojos con la esperanza de encontrarme con aquella luz. Cierro mis ojos para limpiarme de todos los pecados que no recordaba que cargaba. Al menos así recupero esta necesidad de buscar, en el desorden, un hilo que me conduzca a lo interesante de observar la vida en movimiento. Los ruidosos pasos de la multitud me despiertan. La celeridad y el calor de cada sujeto me produce mareos, náuseas. Como si cada uno desprendiera de su cuerpo un color y olor amarillento opaco que el sol eleva en el transcurso de la mañana. Los rastros del ser humano, debo admitir, me generan curiosidad. Me quedo en medio de la multitud, a pesar de lo apretujada que siento mi alma. Mis zapatos tallan, pero no por el cansancio, sino por la necesidad de parar ante la fugaz pérdida de momentos de exploración. Mis zapatos siguen calzando mis pies y mis pasos reducen su velocidad para analizar mi entorno, agudizando mi oído para escuchar lo que aparentemente es nuestra vida.


—Bueno señor, para mañana estará listo su informe— decía una mujer mientras el sudor de su frente y su caminar aumentaban a medida que más palabras se colaban en su oración.


A pesar del bullicio escucho discutir a quienes parecen ser padre e hijo.


—¡Santiago, te dije que caminés más rápido! Qué pérdida de tiempo con usted, todo por estar viendo dizque mariposas allá en ese parque— las lágrimas del pequeño se sincronizaban con sus pasos torpes.


Por otro lado, no fue fácil dejar de observar el pesado caminar de un hombre de avanzada edad cuyo objetivo era captar la atención de los transeúntes.


—¿Me permite un minuto de su tiempo?— le decía a un hombre que pasaba de casualidad por esa misma acera, donde estaba él sentado.

—No, no tengo tiempo— y aceleró el paso, como si no quisiese ser alcanzado.


Los pasos están relacionados con los pensamientos, con la vida. Todos con un afán y cansancio. Todos con la necesidad de llegar a tiempo a lo que sea que crean importante. Ignorando la exploración y sensación. Dejando de lado el fluir de sus pensamientos y miradas.

En medio del caos humano y la tristeza en mi pecho, decido ir hacia una zona tranquila. Allí, noto la presencia de un pequeño pájaro observando, observándome, mientras se acerca a mis manos.

Fotografía por Nathalia Eraso


—Usted le cayó bien— dijo una señora, la cual tenía una voz angelical y la piel como una pasa. Su sonrisa iba de oreja a oreja y la luz en sus ojos me dejaron fascinada. Qué extraño, aquella luz era la que venía buscando hace rato… Su presencia se me hacía conocida. Sin embargo, ignoré el déjà vu para simplemente empezar a observar qué hacía.

—Dele un poco, está esperando— me acercó su mano para darme algunos granos de maíz para el pájaro, granos que sacó de su bolsillo, como si ya estuviese preparada para venir a este lugar.


Con pena recibí el maíz y aquella señora que en un inicio pensé sólo pasaba por el lugar, comenzó a organizar un puesto, seguramente para vender. Un carrito de supermercado, una sombrilla, algunas bancas de plástico y un gabinete pequeño para poner los dulces y cigarrillos. Por el aspecto de su puesto parecía que llevaba bastante tiempo trabajando en aquel lugar. Mi sorpresa fue cuando me comentó que llevaba poco menos de un año en aquel trabajo. Enfatizó con cierta emoción que ya frecuentaba desde antes el lugar, y que incluso los tan anhelados quince años de su hija se celebraron en aquella plaza. Sí, en aquella plaza donde las palomas se dejan ver más de lo habitual, donde el calor abrasador quema la piel y satura el corazón, donde las personas van de maratón luego de las doce y las pieles en el piso se absorben. Ahí, ahí se conmemoró un evento tan íntimo y a la vez tan soñado. Un vestido rosa empapado del sudor y humo de aquel día, unas zapatillas marcadas por el dolor de aquellos que se recostaron en el asfalto, un ramo de flores atacado por palomas y deshidratado por el calor de esa mañana. Sueños y sólo sueños de una niña que se pensaba como mujer luego de ese vestido. Abrazos y sólo abrazos para cada miembro de la familia. Besos y sólo besos para los más cercanos. Historia que se sigue recordando con fervor hasta este día en el que todo parece estar entre el pavimento de la plaza. En lo recóndito de la memoria.


—Qué linda se veía mi niña…— lo dice maravillada con la imagen que llega a su cabeza.


Entre más intentaba permearme de su realidad, de su historia, más ganas de conocerle tenía. Inti llega a trabajar después de las diez de la mañana. Su ajetreado día empieza ayudando a su padre, quien tiene una discapacidad motora desde hace ya varios años. Su hogar se conforma por ella y él. Así que debe estar al tanto de su hogar, que para ella no es solamente su casa sino su padre. Las vueltas y vueltas médicas ya la tienen mareada, al igual que la mujer que comparte cierto espacio vendiendo lo mismo que ella. Parece existir un aire de competencia entre ambas, pero “esa mujer tiene dinero, y viene acá a robar a los que sí necesitamos”, por lo que hay cierta inequidad. Los días de Inti se cruzan con días del pasado, ella no para de recordar lo que hacía antes de llegar a este lugar, dice que era una institutriz formada para prestar ayuda a todo el que lo necesitase y así fue, hasta que llegó la pandemia y se lo comió todo. “Es difícil, pero hay que salir adelante”. Inti menciona que prefiere pasar sus tardes vendiendo en la plaza a quedarse en casa, al menos aquí se distrae viendo personas pasar. Así mismo, me permite viajar con ella a otro recuerdo, el de su familia en Nariño. Allá se siente el calor de mamá y papá. Su viaje a la ciudad de Cali representa el fin de su comunicación con ellos, el desligamiento de sus raíces para sembrarse bajo un nuevo aire.

En cada palabra noto cómo sus ojos se humedecen, y no puedo evitar tomar su mano. Sólo bastó con sentirnos las pieles abrigadas para decirle, sin ninguna palabra, que estaba ahí. Cuando sentí su ser, a través de sus ojos y manos recordé esa luz entre la multitud… ¿Era ella?  Sí, era ella.

Los ojos de Inti van marcados por su historia. Por la única verdad que ella conoce de sí misma. Yo sólo soy una observadora más. Una que coincidencialmente se encontró con ella en dos momentos que no olvidará. El primero, esa quietud entre la prisa de la multitud, y el segundo, esos ojos que me permiten encontrar quietud en medio de este mundo que va a las carreras, sin masticar su pasado y presente, atragantándose con prisas innecesarias para luego no recordar en el futuro.

Fotografía por Nathalia Eraso

Inti está sentada en su puesto desde la mañana hasta la tarde. Observa con detalle el caminar de cada persona que por allí transita. Sus manos están llenas de maíz para alimentar a las palomas que van sin prisa. Su sonrisa espera a cada cliente que por curiosidad llega. No se limita a recordar. Más bien, espera hacerlo con frecuencia para no olvidar. Esta plaza es su espacio favorito, un escape a su realidad.