Escuela de Comunicación Social
Universidad del Valle

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La prisión atrapa al individuo errante y olvida sus derechos fundamentales bajo la severidad de la ley. No repara en descomponerle al saber que el poder le asiste. Custodia y deshumaniza, castiga y reprime, oculta y asecha. En lugar de construir procesos de reparación, las vidas recluidas se apagan en la oscuridad de las prisiones colombianas.

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La prisión atrapa al individuo errante y olvida sus derechos fundamentales bajo la severidad de la ley. No repara en descomponerle al saber que el poder le asiste. Custodia y deshumaniza, castiga y reprime, oculta y asecha. En lugar de construir procesos de reparación, las vidas recluidas se apagan en la oscuridad de las prisiones colombianas.


Por: Álvaro Coral. 

A Octavio Becerra, como a los 349 reclusos, debían cobrarle cada mes cincuenta mil pesos para dormir en el patio 1A de la cárcel Villahermosa. Caía la madrugada del tres de febrero de 2010 y sus compañeros permanecían acostados sobre el frío concreto de las celdas, insomnes, imaginando sin angustia la próxima visita de los reclusos jefes, “Los Pluma”, encargados de recaudar el dinero en todos los patios de la cárcel. Y mientras Becerra intentaba acomodarse a mitad del corredor para leer los salmos de su biblia recién adquirida, alias “Ramplón” –el fornido Pluma de tez caucásica- irrumpió furioso en el lugar.   

—En el baño, hombre, déjeme dormir en el baño hasta la visita del domingo—, insistió Octavio.

La cárcel había alcanzado un sobrecupo de 172% en el segundo mes del 2010 y sus instalaciones seguían en un deterioro constante. Grietas, humedad, fango y agua estancada ponían en alto riesgo a los reclusos. En todos los patios sólo cabía un grupo de 1.350, pero cuando Becerra recobró su libertad en 2012, el número de reos ascendía a 5.040.

—La paliza que me dio el Pluma “Ramplón” no me causó tanto dolor como lo hizo la inflamación en la parte baja de la cara—, me dirá en un rato, sentado, con expresiones que intercambiará cada segundo.

***

Es viernes 14 de marzo de 2015 por la tarde. Octavio me espera con su esposa, Andrea, en el barrio El Poblado, Distrito de Aguablanca. Por teléfono percibo con claridad un extraño siseo que despide su voz; sus sílabas se tornan difusas y sus palabras a medio pronunciar me llevan a imaginar su mandíbula inferior, fracturada la noche en que “Ramplón” le propinó varios golpes con sus botas punta de acero. Se le dificulta ingerir alimentos sólidos. Tampoco puede sonreír. 

Caprecom –entidad del régimen subsidiado a la que quedó suscrito cuando entró a la cárcel- le negó en varias ocasiones la cirugía correctiva que necesitó con urgencia tras el ataque de “Ramplón”. Ahora Octavio es un hombre reflexivo que recuerda sus andanzas de la adolescencia y los días en que portaba un arma. Mientras dispone sobre la mesa varios documentos del proceso jurídico que inició en contra de la cárcel, narra sus días de calle y la depresión que le causó su reclusión.  

-A los catorce años empecé a recorrer el Distrito de Aguablanca de arriba pa´ bajo. La primera arma la recibí a los dieciséis, en una fiesta, cuando inicié andanzas con los “Patirrucios”, la banda, mi familia. ¿Sabe? En ellos encontré paz y protección. Porque mi mamá, ¡ja!, nunca supe nada de ella después que abandonó la casa cuando tenía cinco años. La calle, mi refugio, ayudó a curar mi soledad. 

Sus años de adolescencia los pasó en el barrio Comuneros, un territorio marcado por las fronteras invisibles y la lucha por el micro-tráfico. Los “Patirrucios”, conformados entonces por más de 40 jóvenes, controlaban la distribución de droga y a inicios del 2000 empezaron a consolidarse como una de las bandas más grandes del Distrito de Aguablanca. Hasta Octavio se convirtió en un pandillero cuando percibió en ellos el calor de hogar que en su infancia no había recibido. 

-A mí me iniciaron con una prueba para ganarme la confianza de los Patirrucios. Tenía que cobrar un impuesto a la carnicería “La perla verde”. Las instrucciones del viejo “Araña” fueron “cobrá, me llamás y traes los 20.000 pesos; de lo contrario, saqueas la caja”. Con 14 años logré encarar al dueño del local y sacarle la plata. Menos mal logré la vuelta con éxito, porque, bendito Dios…Qué hubiera pasado si obtenía un “no” de respuesta. 

Un año después de su iniciación, su tarea principal consistía en caminar el barrio y reportar —y si era el caso, disparar— a los distribuidores “no autorizados”. Así le tocó el día en que observó a un hombre vender droga a las afueras de un colegio, sin permiso alguno, desconociendo que aquél era el lugar de mayores ganancias para la banda.

En medio de una batalla de fuego cruzado entre Octavio y el distribuidor aparecido, Aurora Tristancho, niña de diez años que caminaba desprevenida, cayó muerta en la calle del conflicto. La bala perdida pertenecía al arma de Octavio.

—Uno es muy de malas. Varios testigos y estudiantes me reconocieron cuando maté a la niña sin querer. Pero, qué va, pensé escapar lejos y olvidarlo todo. Lo único que me daba tristeza era dejar a mi abuela tirada. Y la niña, qué dolor, yo no podía quedar tranquilo…

Mientras Becerra intentaba conciliar el sueño la noche del siete de julio del 2001, un grupo de agentes policiales irrumpió en la casa de Octavio. Sin alternativa alguna, decidió escapar por el tejado de su casa. Confundido y alarmado, trató de saltar a la casa vecina, pero en un rápido movimiento los agentes lo detuvieron. Pruebas a su favor no existían, y sin recursos de apelación, fue encontrado culpable de la muerte de la niña. Los días de calle habían terminado y la libertad de Octavio se extinguía en sus manos.

Octavio Becerra vivió dos constantes en la cárcel Villahermosa: la depresión y la soledad, aunque permaneció rodeado por miles de internos que se hacinaban hasta en los pasillos más estrechos del patio 1A. El 30 de enero de 2010, la biblia de 82.000 pesos que le había comprado a los Plumas encargados de vender insumos básicos, le sirvió como un espacio de íntima libertad. Por ese gasto, sin embargo, descompletó el dinero para la mensualidad de su dormitorio de piso. Y sumergido en la desesperanza, empezó a orar. Fue por esta decisión que el tres de febrero los bolsillos de Octavio yacieron vacíos, retorcidos; después vino una sucesión de golpes que no se mitigó ni con la sangre que empezaba a derramarse por el piso. Los gritos de Becerra parecían resonar por todos los pisos de la cárcel Villahermosa. Las alarmas del patio 1A se prendieron a toda marcha. 

En la cárcel, los guardas no se entrometían en las labores de los reclusos jefes porque el hacinamiento resultaba incontrolable. La única opción era dejar en cada patio un grupo de “Plumas” que imponía reglas y organizaba los presos. Productos como colchonetas, cobijas, jabones, espejos, láminas para afeitar y demás utensilios también eran ofrecidos en venta por estos hombres. 

Si no tenías suficiente dinero para alquilar una celda, ellos te ofrecían alquilar una parte. Y si no podías acceder a esta opción, dormir en los pasillos era la solución más económica: te cobraban por número de baldosas que ocupabas— dirá Octavio con la mirada clavada en el piso de su sala.

Becerra pensó que los 3.200 pesos que le sobraron después de comprar la biblia sólo le alcanzaban para dos noches en el patio. Y bajo los efectos de una creciente ansiedad, sugirió a “Ramplón” que podía pasar cuatro noches a 800 pesos en seis baldosas, quieto y sin salirse de los límites para no perjudicar el espacio de sus compañeros. Sin advertir que “Ramplón” era un hombre difícil e irritable que no recibía cuotas mínimas, Becerra dibujó una expresión amable en su rostro y le ofreció los pocos pesos que tenía. La paliza se prolongó por quince minutos. 

La cárcel retratada 

A inicios de enero de 2010, un mes antes de la riña, Octavio aparece con su abuela en una fotografía tomada desde un pequeño celular. Un par de sonrisas poco pronunciadas –fingidas- dejan entrever la nostalgia de sus expresiones. “Esa no era la realidad”, me dirá Andrea con una jarra de limonada en la mano. 

Tras ellos, la fachada de la cárcel parece bañada por un verde opaco. La fila de ventanales cubiertos con barrotes, da a la cárcel una apariencia rupestre. Sin embargo, los 58 años de antigüedad de estas instalaciones parecen decir lo contrario. En las celdas del patio 1A, varios pantalones recién lavados cumplen la función de cortinas. Al fondo las camas grises sobresalen llenas: no compartirlas era un privilegio que alcanzaba el millón y medio. Pero algunos presos se aliaban con los jefes de patio para quedarse en ellas; otros llegaban a negocios como la venta de droga a sus compañeros de la “Playa del Muerto”, el patio para adictos e indigentes. Hombres como Octavio, solo podían alquilar unas cuantas baldosas del patio. 

En la parte derecha de la fotografía, una fila de reclusos dobla el patio 1A. Algunos sostienen los cubiertos con la boca, otros parecen jugar con los recipientes mientras llega la porción de comida. Después de la toma, Octavio se despidió de su abuela. 

Fue la última sonrisa para él. 

Al momento de salir de la cárcel Villahermosa -en marzo de 2012- Octavio presentaba una fiebre de 40 grados y un trauma en su maxilar inferior. La sección de sanidad de la cárcel y Caprecom nunca le prestaron un servicio óptimo. 

Una calle en retrospectiva

Siete años después de su accidente, Octavio se encuentra tranquilo en el barrio El Poblado, un lugar donde los altos índices de desempleo se traducen en “galladas” de jóvenes que se refugian en esquinas.

En cada calle observo su pasado: pequeños de doce años se pierden como las balas que disparan; otros poseen habilidades para maniobrar cuchillos frente a su grupo de amigos.

La residencia de Octavio queda bajo un palo de mango, a mitad de una cuadra sin pavimentar. Y en el antejardín conformado por matas de sábila y pimentón, Andrea, joven caucásica de 25 años, me deja pasar con una sonrisa. 

Sentado en la sala, tras la imagen del Sagrado Corazón, Octavio viste un camuflado azul y una gorra blanca que apenas me deja observar la hinchazón de su mandíbula. Ahora tiene 36 años y su rostro presenta una deformación que le hace inclinar su cabeza a la derecha.

 —Este barrio lo conocí a los doce, cuando me solté de mi abuela. La necesidad de mundo que a uno le agarra a esa edad no se puede controlar. Pero, qué va, caminando es que se aprende. Porque anduve con la banda pesada del barrio de mi infancia. De arriba pa`bajo con los “Patirrucios”. Y sí, tenía que cuidar sus espaldas, porque ellos cuidaban la mía. Ah, hombre, cuando entré a Villahermosa la única que velaba por mí era mi abuela. 

Los once años y medio que permaneció recluido han dejado en Octavio un compendio de reflexiones.

—La cárcel está hecha para degenerar a las personas. Allá te miran mal si respiras muy fuerte sobre el hombro de tu compañero de patio. Por eso, poco antes de la riña de 2010, yo permanecí leyendo mi biblia para tener un escape. 

La mirada de Octavio apunta al piso enlosado. Inclinado sobre su asiento, junta las manos para tocarse la frente. 

—Me llovían golpes de todo lado. Hasta intenté cubrirme con el cartón sobre el que dormía, pero a “Ramplón” le fastidió mi ofrecimiento de pagarle el sitio de descanso sólo por dos noches. 

El mediodía del 14 de marzo del 2015 llega con 3l grados. Un sol opaco se filtra en diagonal por la ventana de la casa, pasa a las paredes y roba destellos al cuadro del Sagrado Corazón que yace tras Octavio.

—A mí me llevaron unos compañeros a la sección de sanidad, inconsciente, después del zapatazo que me pegaron. Desperté sobre una camilla con la lengua adormilada. No podía hablar. Cuando vi mi ropa ensangrentada, intenté ponerme de pie, pero el médico me detuvo. “Su caso hay que remitirlo al hospital de su área de residencia”, me dijo. Entonces me dio una orden de operación para enviar a la sección en la que estaba y así autorizar el procedimiento quirúrgico.

El maxilar inferior es el hueso encargado de la mordida. Cuando “Ramplón” pateó con fuerza a Octavio, causó una fractura que a su vez laceró los tejidos blandos.

—Con antinflamatorios no era suficiente. La hinchazón era terrible y el médico sólo me practicaba limpieza con unas cuantas gasas que quedaban. Un día fingí un desmayo en el consultorio, porque me ardía la quijada y me empecé a desesperar. Si no lo hacía, la ayuda del médico para remitir el derecho de petición a las administrativas de la cárcel no hubiese existido. A la mañana siguiente, con ayuda de un Pluma y el médico de turno, logré enviar un derecho de petición.

Cuando Octavio llevaba seis años privado de la libertad, la Ley 1122 de 2007 había reglamentado el servicio de salud para la población reclusa. Miles de presos quedaron vinculados al Sistema General de Seguridad Social en Salud en los establecimientos penitenciarios a cargo del INPEC, como la cárcel Villahermosa. La ley dictaminaba que personas sin afiliación a ninguno de los regímenes -como Octavio-, y sin ningún tipo de seguridad en salud, debían ser afiliadas al subsidiado a través de un auxilio total de una EPS nacional. No obstante, sólo después del 3 de febrero del 2010 Caprecom empezó a atender a Octavio de manera recurrente en el área de sanidad de la cárcel Villahermosa.

—Cada semana las curaciones del doctor, aunque me daban moral, me servían de momento. En la parte inferior de la mandíbula se me había formado una masa que terminó descuadrando mi mordida. Sentía un aprieto en la garganta… Por las noches, con ayuda de un guarda que se compadecía al verme lagrimear del dolor, salía al estanque del patio 1A a humedecer una camiseta vieja que ya no usaba. Mientras alzaba mi vista al cielo, me la aplicaba con cuidado en el rostro. 

La noche en que llegó la contestación del derecho de petición, Octavio se había dormido en posición fetal, rodeado por unos setenta reos que también descansaban en el pabellón 1A. 

“Se envió su caso a cirujano reconstructor en Hospital Carlos Holmes Trujillo. Espere asignación de la cita”. 

La carta que me muestra en la sala tiene fecha de 22 de marzo de 2010. Con la firma de la dirección de la cárcel y la secretaría de Caprecom, respectivamente, fue obligado a esperar por tiempo indefinido. La sección de sanidad debía notificarle el día de la cita. 

Octavio acomoda el almohadón sobre el que está sentado, toma limonada y cambia su postura. 

—Conseguí con los Plumas un ungüento frío para los dolores de los músculos faciales. Porque el área de sanidad sólo tenía medicamentos genéricos que ni siquiera cubría a pacientes más graves.

A mí me daba miedo sufrir una infección, o que en las noches, alguien, dormido, me pateara. Porque en el pasillo del 1A sólo cabían 52 personas; pero nosotros éramos 70, apretados como latas de sardina, tirados en el piso.

Algunos se la pasaban sentados contra la pared, con la cabeza entre las piernas o sobre las rodillas. En las noches más calurosas, el patio era una cámara de vapor y el humo no salía de las paredes sino de los cuerpos. En esas ocasiones me tocaba meterme rollitos de papel higiénico a la nariz, porque la mezcla de humedad, orines, mugre y heces llenaba todo el patio. Imagínese, ¿cómo iba a proteger mi cara inflamada? 

En otra foto de álbum, la abuela de Octavio luce radiante. Alza una regadera en sus brazos y sonríe con un aire de amabilidad. 

—Aquí habrá tenido unos 34 años, casi mi edad. Ella fue la única familia que conocí en realidad; su cuidado valió el doble…Mi padre es un desconocido y mi madre se fue con un hombre cuando era un desdentado niñito. Desde que empecé a buscar problemas en la calle, mi abuela me seguía viendo como su pequeño. Era el carisma en pasta. Pero se me murió un año antes de salir de la cárcel.

La mirada de Octavio se torna vidriosa. Seca el sudor que venía bajando por su frente y aprieta el entrecejo.

—Traté de calmarla cuando me vio el abultamiento en la parte baja de la cara. Duré como media hora en hacerle comprender que era otra víctima del abuso de los reclusos jefes que custodiaban los patios. Fui consciente del dolor que le causé, pero si ella no buscaba un abogado público desde afuera, quedaba a merced de la negligencia del hueco de Villahermosa y la falta de atención. A decir verdad, el médico se compadecía más por mi estado anímico que por la salud de mi rostro. Me suministró los medicamentos básicos como Tramadol, Acetaminofén y Aspirina. Pero me aconsejó solicitar una petición de tutela. Yo le rogué no sé cuántas veces que me ayudara con ese proceso… sólo me indicó el procedimiento básico. De su labor de médico nunca se salía. 

Con ayuda de la abuela de Octavio y las recomendaciones del médico, la solicitud de tutela fue presentada ante el Juzgado Penal Municipal de Cali el 16 de septiembre del 2010. 

Octavio busca en la carpeta negra la contestación de la tutela.

 —Con decirme que mi caso no era urgente me dieron la espalda. Era la infamia más grande. Ni el sometimiento de “Los Pluma” me cabreó tanto. Me informaban que sin observaciones prequirúrgicas, la cirugía no podía realizarse y que, por tanto, no tenía pruebas suficientes. Me negaron la tutela en la cara. Y lo peor es que me recomendaban seguir un “tratamiento” en el área de sanidad de la cárcel mientras el hospital estudiaba mi caso y asignaba la cita. Cuando lo único que me prestaron fue un servicio de primeros auxilios a través de un médico que me atendía como a un paciente con rasguños.

Andrea trae otra jarra de limonada y la pone sobre la mesa. Octavio se levanta y abre las ventanas de par en par. El ventilador se ha dañado. El aire entra cálido y se pierde entre los pocos enseres de la sala. La indignación sobrecoge a Octavio.

La cena está lista.

—En casa de mi abuela, la mazamorra y los fríjoles no faltaban. Acá, en cambio, nos figura comer licuados y gelatina. —Octavio sólo puede ingerir comidas blandas. 

En 2012 se cumplió su pena. La riña le dejó secuelas como la falta de sensibilidad en la lengua, deformación en la mordida, cicatrices atróficas y el extraño siseo en su pronunciación que recuerda el chasquido de los murciélagos hacinados en las cuevas: un recuerdo de su paso por Villahermosa. El proceso jurídico iniciado en favor de tutelar su derecho a la salud, quedó abierto y sangrando. Tal vez cuando conoció a Andrea una tarde en que buscaba una residencia por los barrios del Distrito de Aguablanca, se volvió inmune al dolor. 

Después de traerle el licuado a Octavio, Andrea se sienta a la mesa.

—Él llegó muy enfermo a El Poblado. Tocó la puerta por un aviso sobre el arrendamiento de un cuarto. Tenía una fiebre por el cielo cuando entró. Yo lo senté en la sala y le pregunté si tenía Sisbén. Me contó que necesitaba una cirugía que la cárcel le había negado. Pero con sus documentos de identificación, una copia de la respuesta al Derecho de Petición y la tutela, intentamos interponer una demanda. Porque no es posible que se pase por encima de la salud de una persona. La cárcel Villahermosa le violó el derecho a la salud y a defenderse.

Mientras Andrea se expresa moviendo la carpeta negra en la que guarda los documentos, Octavio queda en silencio y con un gran sorbete termina su plato de sopa. 

—El defensor del pueblo nos dijo que el Tribunal Superior de Justica de Cali nos debía responder. Mientras sucede, el médico de cabecera del Hospital Carlos Holmes Trujillo lo sigue revisando. Allá le recomendaron evitar el sol fuerte, el licor y las drogas. 

Su inflamación empeora y las escasas condiciones del Hospital Carlos Holmes convierten sus días en una celda mental. Se siente impotente.

Octavio sale de la mesa en silencio. Se queda de pie en la puerta de su casa y observa las sombras cambiar de posición. Un grupo de chicos descalzos corre tras un balón que cae a diez metros delante de la casa. La arena se levanta y cubre el horizonte. 

– ¿Adónde vas? – pregunta Andrea a Octavio. 

-A comprar marihuana.