Escuela de Comunicación Social
Universidad del Valle

✦ ✦ ✦

Fácil y rápido son las exigencias favoritas de las generaciones recientes, sin importar el valor artesanal, histórico o estético de una creación; oficios exigentes como hacer instrumentos de cuerda, sin ninguna herramienta eléctrica, hoy son casi impensables. Sin embargo, en el Eje Cafetero sobreviven creadores que dan garantía de por vida por sus tiples manuales y celebran las obras hechas por sus propias manos.

✦ ✦ ✦


Fácil y rápido son las exigencias favoritas de las generaciones recientes, sin importar el valor artesanal, histórico o estético de una creación; oficios exigentes como hacer instrumentos de cuerda, sin ninguna herramienta eléctrica, hoy son casi impensables. Sin embargo, en el Eje Cafetero sobreviven creadores que dan garantía de por vida por sus tiples manuales y celebran las obras hechas por sus propias manos.


Por: Carolina Echeverry Bedoya

Hace unos 20 años, al caserío “La Reversa”, en la ciudad de Pereira, sólo se llegaba en chiva, o en un jeep Willys. Rodeadas de sembradíos de plátano, yuca, guamas y cafetales, se levantaban unas diez casas de esas en las que viven familias por generaciones y el vecino del lado es siempre el mismo. Hoy, tal vez lo único que no ha cambiado son los atardeceres que se aprecian desde el taller de don Alcides Bedoya Henao -que en paz descanse- y la forma cómo sus aprendices, Hugo Osorio Ruiz, su hijo, y Orlando Echeverry Castro, su yerno, construyen instrumentos musicales de cuerda. Al paisaje veredal lo ha devorado la ciudad, lo que eran cafetales, primero se convirtieron en pastizales para alimentar ganado; luego, el caserío La Reversa sufrió algo así como una pequeña conquista. 

Muchas de las personas más acaudaladas de la región se dieron cuenta del potencial y las bondades que la zona rural aportaba a sus excitadas vidas y finanzas: un lugar tranquilo y pacífico para pasar los fines de semana, tierra fértil que poco necesitaba para dar cosechas abundantes de casi cualquier cultivo y gente honrada y trabajadora para administrar sus fincas. Por supuesto, aquellos con más visión, supieron que en el futuro la ciudad crecería hacia ese sector y el valor del metro cuadrado sería tres o cuatro veces mayor. Comenzaron por adquirir pequeños terruños tras la primera “Bonanza cafetera” (1952 a 1954), en la que durante dos años el precio del café se mantuvo en un tope histórico superior a 75 centavos la libra. Teniendo en cuenta que en años anteriores el valor máximo de exportación fue hasta de 57 centavos, Colombia estuvo en su mejor momento. Los nuevos finqueros aprovecharon para comprarles terrenos a los vecinos, pequeños productores campesinos que, en situación precaria, veían unos cuantos miles de pesos como una oportunidad para salir al mundo y mejorar la vida de sus familias. No sabían entonces que su pequeño tesoro era la tierra. De este modo, quienes tenían más dinero se hicieron con grandes propiedades que, tras la posterior crisis cafetera, se hicieron insostenibles y poco productivas. Luego, en los años 80 y 90 vino la segunda oleada de compradores: las firmas constructoras de turno. 

Alcides Bedoya nació en abril de 1912, “apenas dos días antes del hundimiento del Titanic”, dice su hija Gloria. Era un hombre recio de sombrero gardeliano, trabajador, perfeccionista, amoroso y también uno de esos campesinos que vendió su finca al mejor postor. Con el dinero de la venta, compró un terreno más cercano de la carretera principal en la vereda “El Congolo”, donde vivía. El terreno tenía una casa de bahareque que casi colapsa con el terremoto del 99, uno de los más destructivos en la historia de Colombia y que dejó damnificada a más del 75% de la población de Armenia, cerca de 1200 muertos en todo el Eje Cafetero y daños avaluados en 280 mil millones de pesos en toda la región. 

“La casa azul”, como le llama la familia por el color original de su fachada, fue reconstruida parcialmente con ayuda del Fondo para la reconstrucción del Eje Cafetero creado para distribuir las ayudas económicas a los damnificados que perdieron sus viviendas. Allí terminó de criar a sus hijos hasta que se casaron y formaron sus familias. Sin la agricultura, tuvo que probar oficios. Fue sastre, peluquero, jornalero…Cuando tenía poco más de 20 años, un cuñado suyo le enseñó a hacer guitarras, tiples y bandolas de manera artesanal. Aquel sería su sustento hasta que las manos le permitieron trabajar, pues padecía esclerosis, una enfermedad degenerativa que para entonces era un enigma para la ciencia. 

En el garaje de “La casa azul” siguió con su negocio, reconocido por músicos locales y nacionales. “Tuvo contratos con los colegios y exportó instrumentos a China, España y Estados Unidos”, según cuenta su yerno y pupilo, Orlando.

El taller sigue allí, intacto. Como un oasis. La calle empedrada que daba con su portón es ahora una vía con reductores de velocidad que se conecta con la Autopista del Café, una mole de asfalto de 270 kilómetros que recorre “El triángulo de oro”: El Eje Cafetero.  Entre los goznes de sus puertas, anidan arañas que se apremian a esconderse cuando abren el candado cada mañana. No se limpia mucho en el taller; en sus hendijas de guadua astillada está acumulado el polvo que don Alcides tampoco limpió por falta de tiempo o porque es inútil hacerlo, el trabajo en el lugar produce polvo permanentemente. Huele a madera y antaño. Aunque no hay muchos lugares para sentarse con comodidad, el ambiente festivo con el que Orlando y Hugo trabajan invita a quedarse, más aún cuando uno se da cuenta de que tienen un viejo equipo de sonido con tocadiscos y un enorme cerro de acetatos.

Entrar al taller es un viaje al pasado. Pasar por el umbral de un lugar con más de 100 años de historias, testigo de canciones, tertulias, de desayunos con arepa y tardes de café campesino, casi permite ver los fantasmas de hombres con sombrero y carriel, y chapoleras con mejillas de rosa ataviadas con faldones. De la esterilla cuelgan algunas guitarras y bandolas viejas, una espada de madera, moldes de mástiles y, como un trofeo, una página enmarcada del periódico “La Tarde” en la que se lee un reportaje que le hicieron a don Alcides en 1982. Tan famoso era entonces.

La figura robusta y morena de Orlando, que vive en la casa del lado, aparece temprano y se encarga de abrir el taller. “Hugo vendrá llegando por ahí a las 11, ya para irse a almorzar”, dice en broma, pues su compañero de trabajo no madruga. En cambio, Orlando, a sus 66 años no recuerda un día en que haya abierto sus ojos después de las 7 de la mañana. Antes de casarse con Consuelo, la hija del medio de don Alcides, “El Negro” Orlando estuvo siempre encantado de ir al taller y admirar el trabajo que hacía el maestro Alcides. 

-Un día, yo todavía soltero, le dije que me enseñara a hacer guitarras y me contestó que a él nadie le había enseñado. Era muy celoso con su trabajo y siempre pensó que nadie iba a hacer instrumentos como él. 

Sin embargo, un mal día que el maestro Alcides discutió con su hijo Hugo, y éste se fue a trabajar en una ebanistería, Orlando tomó esa vacante en el taller y su talante laborioso, intuitivo e inteligente le permitió aprender el arte en seis meses. Siempre fue bueno para los trabajos manuales y un diligente aprendiz. 

-A mí me gusta mucho hacer instrumentos, me fascina. Cuando apenas estaba aprendiendo, hice una guitarra por las noches con mi hija y sólo le pedí cacao a don Alcides para ponerle el diapasón porque no sabía la medida. La terminamos y se la vendí a un sobrino de don Alcides, que era músico de la Rondalla Luis Carlos Gonzales y quedó fascinado -, dice orgulloso.

No muy lejos de los pronósticos de Orlando, Hugo, el hijo de don Alcides, llega a eso de las 10 de la mañana con paso tranquilo, sonriente y peinando su escaso cabello con los dedos. Tiene 72 años, es bajo y divertido, pero su historia como aprendiz de lutier dista un poco de la de su cuñado. 

-Mi papá me empezó a enseñar a hacer instrumentos como a los 10 años. No me gustaba; mi papá alegaba mucho conmigo y me decía que era un burro. Me gustaba más jugar. Además, me tocaba estar pendiente también de la finca; si hacía algo mal, él me regañaba. 

Seguramente don Alcides fue duro con él y su paciencia no daba abasto con un aprendiz reacio, pero la nobleza de Hugo le ayudó a dejarse moldear. Terminó por aprender a hacer instrumentos con buen acabado, sonoros, bellos y lustrosos, casi tan perfectos como los de su padre. Después, la vida se encarga. 

-A los años, uno ya casa’o y todo, tocaba aprender. Yo me resigné a hacer instrumentos, pero luego le saqué gusto”.

Hugo y Orlando son la segunda generación de fabricantes de instrumentos en esa familia. Los hijos e hijas de cada uno estuvieron siempre cerca del proceso de los lutieres y valoran su trabajo, pero no siguieron con la tradición porque entre ires y venires, la vida los condujo hacia otros caminos. 

Aquí termina su legado. Y poca es la esperanza de que haya nuevos aprendices.

“Ese era el deber mío, una vez le dije a mi hijo Víctor que aprendiera. Cuando llegamos al taller lo puse a lijar toda la mañana y al medio día me dijo que fuéramos a almorzar, pero que él no volvía al taller. Yo lo dejé, porque no quería que le pasara lo mismo que a mí. No lo iba a obligar”, dice resignado Hugo.

Fácil y rápido son las palabras favoritas de las nuevas generaciones; sin importar su valor artesanal, histórico o estético, oficios exigentes como hacer instrumentos de cuerda sin ninguna herramienta eléctrica son casi impensables. “No hay quien se interese por eso” anota Orlando cuando se toca el tema de los aprendices. Tal vez el arte y la artesanía están subvalorados en esta época; y el trabajo esforzado, sin tecnificación, a la antigua, está mandado a recoger. “Imagínese: el hijo de una vecina quería ensayar y aprender, pero cuando pedimos permiso, la mamá preguntó cuánto le íbamos a pagar”.

Arte es arte

Las horas pasan rápido en el taller. Hay momentos que son sagrados como la hora de comer, sobre todo para Hugo. Consuelo, su hermana y esposa de Orlando, siempre le pasa cariñitos entre comidas, pero la hora del almuerzo y la siesta son imperdibles. Así que, sin importar la hora en que llegue a trabajar, a las doce está marchando a buscar su almuerzo en casa. Su apodo, “Buenavida”, no es gratuito. Sin embargo, el ritmo laborioso del taller no se pierde. Cuando no hay instrumentos por arreglar o construir, reciben también trabajos pequeños de ebanistería que realizan con igual calidad. Son labores que no requieren mayor técnica ni tiempo y permiten obtener algunos ingresos adicionales. “Le hacen a todo”, pues pocos están dispuestos a pagar desde 300 mil pesos por una guitarra hecha a mano. 

 Por supuesto, construir una guitarra es otro cantar. Se necesita el conocimiento ancestral y la técnica tan celosamente guardada por don Alcides, pero, sobre todo, tiempo. Hugo dice que “una guitarra no se saca de un día pa’ otro. Uno, por ejemplo, bolea azadón y termina en un día. Aquí hay que hacer pegas y secan de un día pa’ otro, taponar –darle brillo y color a mano a la guitarra- de un día pa’ otro…en eso se van mínimo 15 días”. Orlando y Hugo dicen que sí quedan fábricas de instrumentos hechos a mano en la ciudad y el país, pero que usan herramientas eléctricas para cortar, lijar y lacar. 

-En Bucaramanga sacan guaches –mástiles- en serie, unos 100 a la semana. Y en serie sacan las tapas, los aros…luego juntan las partes y salen un montón de guitarras. El comercio está lleno de esos instrumentos y son baratos.

En este taller cada pieza es única y se trabaja con las mismas herramientas del “Maestro” fundador. Sobre la misma pieza de nogal macizo que hace de mesa; con las garlopas, cepillos y cuñas; con los mismos contenedores, -que son tarros de leche vacíos del antiguo Idema- y un soplete de cobre a gasolina. Ver el conjunto es como entrar a un museo. “Toda la herramienta es de la antigua”. Ellos están muy a gusto, se sienten orgullosos, únicos. Y no es para menos. No es atrevido decir que pueden ser los únicos creadores de instrumentos a mano del país. Cero tecnificación. 

El reto de construcción de un instrumento es realmente cómo esculpir la madera, hacerla maleable y darle una forma antinatural, flexible pero fuerte. Todo comienza por escoger el material adecuado: 

“Se usa el cedro pa’ las curvas porque es madera fina y trabajable. Como hay que mojarla y hacerle la curva y usar los rodillos calientes, es fácil de doblar, pero hay que tener paciencia y delicadeza. Con mi papá, cuando estaba aprendiendo, se me reventaban los aros y ahí estaba el problema”, comenta Hugo. También “pino para el frente y que quede blanquito; el mástil es del mismo color de las tapas y los aros”. Orlando, que es muy meticuloso, dice que las tapas se cepillan hasta unos 2 milímetros de espesor, pero no usa instrumentos para medir, es a puro talento y ojo. Los cepillos que usan son “de los americanos, esos Stanley de los buenos”.

Cada una de las partes se corta con cuidado, utilizando los patrones y formas que dejó cortados don Alcides en cartulinas y cartones, que sólo se han decolorado con los años, pero que se mantienen intactos. Están colgados en una de las paredes, y hay un patrón por cada tipo de instrumento. Una vez lijadas las partes, se unen con diferentes tipos de cuñas, prensas y soportes. Esto permite que cada superficie quede adherida al esqueleto para siempre. Porque ellos ofrecen garantía de por vida para los instrumentos que producen. 

“Las guitarras de otros lados las traen para que las arreglemos porque esas se tuercen cuando quedan mal construidas. Ninguna empresa de guitarras industriales se hace responsable como nosotros de la calidad para toda la vida. Ya unidas las partes, se hacen con el berbiquí (taladro manual) los orificios en los que van los clavijeros que tensionarán las cuerdas. Se pule con lijas de diferentes granos todo el instrumento y llega un momento que exige dedicación y paciencia: el tapón. Ésta es una técnica en la que se utiliza “goma laca traída de la India o la China”, aclara Orlando. Se trata de unas hojuelas resinosas que se recogen de los árboles en los que vive el gusano de la laca o Kerria Lacca. El animal secreta una sustancia que se cristaliza y se queda pegada a lo largo de su camino; esta sustancia se recolecta y machaca para luego disolverla en alcohol etílico y aplicarla en superficies de madera para pulir, proteger y dar un brillo excepcional.  Es una antigua técnica muy poco utilizada. Se proporcionan varias capas de la solución cada día y “uno deja de taponar cuando el brillo no se va. Por ahí ocho días entre tapón y tapón porque hay que dejar que chupe el alcohol y seque para ponerle otra capa y luego adelgazarla con más alcohol”. 

El acabado final es entonces lo que dicta cuánto tiempo estará en construcción un instrumento. Es un trabajo minucioso. Puro amor por el oficio. Un tributo a lo aprendido. Una práctica virtuosa.

El valor de las cosas

Takamine es una de las más famosas marcas de guitarras hechas a mano. La empresa es japonesa y construye instrumentos desde 1959. Las piezas siguen siendo “artesanales”, aunque han evolucionado con estudios de su física, madera, y algunos de sus procesos están tecnificados. Además, la producción funciona en serie y cuentan con centenares de empleados. En 2014 producían 90 instrumentos por día. Poco, pues son artesanales, pero cada una puede tener un precio mínimo de 450 euros, más o menos millón y medio de pesos. Una guitarra del Taller Alcides Bedoya Henao, cuyo legado comenzó en 1932, puede costar desde 350 mil hasta 500 mil pesos (en un caso muy especial y con “florituras”, como dice Hugo) y la única tecnificación que ha sufrido es que cambiaron la cola (pegante de pata de res), que olía muy mal, por un colbón especial para madera. 

-No es bien pagado este trabajo. Tampoco se puede cobrar más porque la gente no se va a poner a pensar en la artesanía, el gusto, la delicadeza para hacer un instrumento. La gente no piensa sino en el precio y poco en la calidad-, dice Hugo. 

Y es cierto, en un país como Colombia, muchos de nuestros artesanos y sus productos son menospreciados. Pero necesitan también aprender a tener visión de negocio y capacitación para mantener su producto y su tradición a flote. Es posible que muchos lo puedan lograr con la nueva Ley 1384 o Ley Naranja, instaurada en 2017, que pretende apoyar las iniciativas culturales en el marco de la Economía creativa y de industrias culturales que ha comenzado a dar pasos grandes en Latinoamérica y mediante la cual muchos países pretenden aumentar su producto interno. En el caso del taller de don Alcides, una de las hijas de Orlando comienza a esbozar un proyecto que, además de preservar su legado, posicionaría mejor el trabajo de los dos artesanos. Pero es eso precisamente, los creadores como Hugo y Orlando necesitan guía y apoyo para los trámites burocráticos, para hacer que las leyes les cobijen de manera real. 

Por más de 75 años, la tradición y sabiduría de don Alcides se ha mantenido, como magia, a través de las manos de hijo y yerno que siguen haciendo instrumentos como los hacía el Maestro. Si no funcionan sus planes de negocio, queda esperar que la confabulación universal les lleve aprendices por montones y que el legado continúe tan intacto como ha estado hasta hoy. Que en el taller del “Maestro” el tiempo siga detenido por generaciones.