Pedro tiene 71 años. Aprendió a tomar fotos a los 22 y desde entonces recorrió el país haciendo fotos en las calles y cubriendo fiestas. En Puerto Tejada, Cauca, donde reside hace 29 años, los álbumes familiares conservan muchas de sus fotos. Pero hoy su cámara permanece en un maletín viejo y empolvado. En un mundo donde las máquinas son cada vez más inteligentes y accesibles, muchos oficios se han ido deteriorando hasta desaparecer.
Por: Juan David Morales
La última vez que Pedro Cifuentes tomó una fotografía fue hace tres años para una primera comunión. Aunque el negocio empezó a decaer desde el 2010 por el auge de la fotografía digital, Pedro se negaba a abandonar su trabajo. Mientras lo siguieron llamando, mantuvo siempre un rollo para tomar fotos. Pero hace tres años aceptó una realidad ineludible: casi nadie lo contrataba, los rollos eran difíciles de conseguir, los laboratorios para el revelado escasearon y la utilidad que le quedaba era mínima. Desde entonces decidió no volver a tomar fotos y guardar su cámara para siempre. “Yo la tengo ahí. Ya se olvida uno de esas cosas”. Ahora se dedica a cortar e instalar vidrios y espejos.
Es una noche de mayo y toco varias veces en su local, pero nadie abre. Desde la casa de sus vecinos, Pedro se percata de mi insistencia y sale a mi encuentro con un apretón de manos. En su juventud debió ser corpulento y de ojos vivos, pero ahora su piel está surcada por arrugas, sus mejillas caídas y sus ojos se ven cansados. Lleva puesta una camisa grande que al final esconde bajo unos pantalones de lino. En su cintura, una correa entrelaza dos estuches en los que mantiene su celular y un metro para medir los vidrios.
Le digo que me gustaría conversar con él sobre su vida y sobre sus conocimientos como fotógrafo, y sin haberle hecho una pregunta, se remonta a la invención del daguerrotipo y a las cámaras que fabricaban los alemanes.
Me invita a sentarme en una banca de madera mientras va a su casa por la cámara. Vive al frente, en un segundo piso, en un apartamento de alquiler custodiado por dos plantas que permanecen inmóviles en medio de la oscuridad. En su rutina, durante el día permanece en el local, aunque a veces hace trabajos a domicilio; en la noche comparte con los vecinos y luego cruza la calle para ir a dormir solo a su casa.
El local es del tamaño de un garaje. El olor a humedad se evapora al cabo de unos minutos con la puerta abierta. Hay una mesa de madera en el centro. En las paredes reposan vidrios transparentes, translúcidos, lisos, con textura, y algunos espejos. El piso es de cemento y la pintura de las paredes se empieza a caer por la humedad. En un rincón conserva sus herramientas y decenas de recipientes con tornillos, tuercas, chazos y puntillas.
Pedro regresa con su maletín colgado en diagonal. Lo pone en la mesa y saca con cuidado su cámara y un lente gran angular de 28 mm. Es una réflex Chinon CP-7mm que le vendió un colega en los 90. En el maletín queda un flash y un lente de 135mm. Hace dos años no tenía su cámara en las manos, pero aún reconoce cada una de las partes. Comienza hablando de los tipos de lentes, del sistema ASA de sensibilidad de la película, y por último quita el lente para explicarme la diferencia entre visor directo y el sistema réflex. Aún no le he hecho una sola pregunta.
Sus ojos se mantienen bien abiertos mientras habla. Al escuchar interrumpe constantemente para asentir. Nunca espera por preguntas. Cada historia deriva en otra y a veces se extiende en el esmero por explicar cada detalle.
En busca de su sueño
Pedro nació y se crió en San Vicente de Chucurí, Santander. A los 16 años vendía helados y trabajaba como ayudante en una vidriería de Cúcuta. Su padre había muerto a causa de una enfermedad y él, como hermano mayor, tenía que ingeniárselas para llevar dinero a su casa. A los 22, cansado de pasar necesidades con su madre y sus dos hermanos, decidió venir a Cali para buscar nuevas oportunidades.
– Que el alma de su papá lo proteja -fue lo único que le dijo su madre, María de la Cruz Cifuentes. Ella no supo más de él durante años.
En Cali se encontró con Hernando Palma, un amigo que trabajaba en Foto Rex, una agencia dedicada a tomar, revelar y vender fotografías. La empresa tenía un equipo de fotógrafos que salían a los parques, balnearios y lugares emblemáticos de la ciudad para tomarle fotos a las personas. El fotógrafo le daba un recibo al retratado para que se acercara a la agencia a reclamar su foto. Si querían. “Si no, se botaban. En ese tiempo los materiales eran muy baratos”.
Pedro veía que su amigo “ganaba sus buenos pesos y sin matarse tanto”, por lo que se interesó en trabajar en la agencia.
– Viejo Pedro, pues yo voy a hablar con el patrón a ver qué dice -le propuso Hernando Palma, quien hoy en día toma fotos frente al edificio del CAM en Cali.
Gonzalo Cabanzo, el patrón, lo mandó a llamar. Era un hombre macizo, de humor impredecible, con un aura de dominio que infundía respeto a cada uno de los 22 empleados que tenía a su cargo. Ambos acordaron que Pedro empezara como ayudante de laboratorio.
-Pagaban mucho menos, pero yo tenía el interés por aprender, así que acepté.
Su dedicación lo convirtió en un experto en revelado, a tal punto que calculaba los tiempos por intuición y sacaba cientos de fotos cada día. Pero no estaba a gusto con su labor. “Yo siempre veía que el fotógrafo mantenía con sus pesitos y tirando buena pinta. Y yo dije: no, pues yo tengo que llegar allá. Ese era mi sueño.”
Así que luego de 10 meses en el laboratorio le dijo al patrón:
– Gonzalo, yo necesito hablar con usted. Me gustaría aprender la fotografía.
– Pues, Pedro, aquí la única manera es que usted consiga un muchacho para que lo reemplace en el laboratorio. Si consigue un muchacho, coge la cámara y va ensayando a ver si se puede.
Tenía que buscar jóvenes porque lo que pagaban era muy poco. Luego de varios intentos convenció a una señora de que mandara a su hijo a trabajar en el laboratorio. Con el aval del patrón, Pedro acompañaba los domingos a Rafael Franco, el mejor fotógrafo de la agencia. Iban a Juanchito, a los balnearios, a los parques. Franco le dejaba las dos últimas fotos de cada rollo para que se fuera familiarizando.
-Yo le cargaba el maletín, andaba ahí pegado a él, con esa fiebre de que me dejara dos foticos.
Cuando se sintió con confianza, el patrón empezó a darle un rollo de 36 fotos por día, veinte veces menos de lo que gastaba un fotógrafo con experiencia.
Han pasado más de cincuenta años y Pedro aún recuerda en detalle lo que sintió una mañana radiante de 1968, cuando salió por primera vez a tomar fotos a las calles por su cuenta:
-Hermano, salgo yo a tomar fotos a la calle. ¡A la calle! A la 15, ¡con un nerviosismo! Jay, hermano, yo cogí esa cámara así – toma la cámara y se lleva el visor al ojo – y venía una persona para enfocarla y yo como que no, me achantaba. Venía un niño y ¡ah!, me achantaba. Pero tenía esa fuerza y ese deseo, y mi situación económica también me impulsaba. Hasta que por fin las tomé. Las llevé, las revelaron y el patrón empezó a corregirme.
Así duró cuatro días. Sus fotografías fueron mejorando. Luego le dieron dos rollos en la mañana y dos en la tarde. “Yo me seguí asesorando con el gordo Rafael, él era más canchero y sus consejos me sirvieron bastante”. Luego le dieron tres en la mañana y tres en la tarde. Al cabo de unas semanas le daban 20 rollos por día, como a todos los fotógrafos.
Pedro trabajó seis años como empleado en Foto Rex. En 1974 pidió la liquidación, compró un equipo y se fue para Medellín.
– En ese momento yo ya iba a tomar matrimonios y fiestas importantes. Yo me volví un canchero manejando la cámara – comenta orgulloso de sí mismo y enseguida esboza una sonrisa-.

“¿Y a usted quién lo conoce?”
Pedro llegó a Medellín donde un amigo santandereano. “Yo fui loco, yo fui andariego” –afirma, suelta una carcajada. En Puerto Tejada, nadie pensaría que Pedro ha recorrido más de diez ciudades tomando fotografías, pues casi nunca sale de su local y de su casa. Solo lo hace para instalar vidrios o comprar el pan del desayuno.
El mismo día que llegó a Medellín fue a Foto Lujo, la agencia más grande de ese entonces. La entrada estaba llena de gente. Había tres secretarias atendiendo. Pedro habló con la dueña, doña Inés, una matrona de cabello rojizo y actitud tajante, a quien nunca había visto en su vida:
– Vengo aquí a molestarla. Resulta que yo soy fotógrafo y fotocinero. Vengo aquí con deseos de trabajar.
– ´¿Y a usted quién lo conoce?’, me dice la vieja.
Pedro tenía un amigo que se llamaba Jorge Palacios, gerente de Promotora Fotográfica, una empresa de productos fotográficos en Medellín. Él le había dicho que cuando fuera a la ciudad le avisara para recomendarlo.
– Pues a mí me conoce Jorge Palacios, de Promotora Fotográfica.
– Ah sí, yo le compro material a él (…). ¿Y usted sabe de laboratorio?
– Sí, también revelo. Estuve a cargo de un laboratorio varios meses en Cali.
– Ah, me gusta porque aquí el tipo que revela a veces se pega sus fumas y no viene a revelar. Estando usted, lo puede reemplazar.
Al día siguiente salió a trabajar. No le dio miedo. “Con seis años en Cali ya me había vuelto un canchero”. Al final del día, la señora examinó en detalle cada una de sus fotos. Caminaba despacio con un Malboro en su boca mientras analizaba. Se paseó una y otra vez entre los negativos y al final sentenció: “Usted sabe. Usted sabe de eso. Qué bueno”.
A la semana siguiente le dieron un puesto mejor. Con el paso del tiempo fue uno de los fotógrafos más prestigiosos de la agencia. Un día el laboratorista se emborrachó y le dijo a doña Inés que no podía ir a trabajar. Pedro se ofreció a revelar ese día. Primero enrolló cada carrete alrededor de un espiral y los introdujo en el tanque de revelado. Comprobó el estado de los químicos y con certeza impredecible supo cuánto tiempo debía contar en su mente para revelar y fijar las tiras de negativos. Luego los enjuagó con agua salada y los colgó en su lugar.
Al final del día había revelado un total de 70 rollos. “Yo revelé toda esa vaina con confianza y los colgué. La vieja llegó a las 8”.
-¿Qué más, Pedro. Cómo está ese revelado?
-Bien pueda, obsérvelo.
Pedro se ganó la confianza de doña Inés durante los dos años que estuvo trabajando con ella en Medellín. No solo tomaba fotos, también se encargaba muchas veces del laboratorio de revelado y de copiado.
Sus fotos marcan la diferencia
En 1975 regresó a Cali. Aprovechando que tenía su propio equipo de fotografía, decidió empezar a casear, es decir, a ofrecer de casa en casa sus fotos. Tomó fotos en los barrios de Cali, Palmira, Yumbo, Jamundí, Buenaventura, Puerto Tejada, Guachené, Miranda, Caloto y Suárez. Recuerda incluso que fue a tomar a una convención guerrillera en Corinto, Cauca. En otra ocasión lo contrataron para un matrimonio en Armenia. Esa fue su rutina durante 12 años. Estuvo algunos meses en Bogotá e Ibagué tomando fotos, pero siempre regresó a Cali.
***
Es 1987 y Pedro se muda a Puerto Tejada, donde ahora vive. Elsy Giraldo es madre de familia. Está en el cumpleaños de una sobrina. Pedro, poco conocido entonces, toma las fotos y deja un recibo. Elsy Giraldo le pide al fotógrafo que le tome algunas fotos a la cumpleañera con su hijo mayor. Días después vuelve con el resultado.
Elsy Giraldo recuerda su impresión al ver las fotos: “Eran unas fotos muy bonitas. Se notaba la diferencia. Todas muy nítidas, bien centradas y con colores vivos. Otros fotógrafos eran muy desorganizados, incumplidos y tomaban muchas fotos iguales; pero Pedro tomaba las que uno le decía y le quedaban muy bonitas. Desde ahí lo empecé llamar a él.”Hoy conserva un álbum de 200 fotos para cada uno de sus cuatro hijos. Todas, de la autoría de Pedro.
Durante casi 30 años fue el mejor fotógrafo del municipio. Familias enteras lo buscaban para guardar registros de sus celebraciones más importantes. “Yo tenía cantidades de clientes porque siempre traté de perfeccionar la fotografía, de hacer lo mejor que podía”.

El comienzo del infortunio
Pedro calcula que el negocio se empezó a reducir entre 2010 y 2012. “A uno los fotógrafos le decían: Uy, hermano, esto se está poniendo muy malo por esa vaina de las cámaras digitales y los celulares”. Durante esos años, Pedro sorteó las dificultades gracias a su extensa clientela, pero con el paso de los meses tuvo que tomar una decisión ineludible:
– Terminé saturado. Uno estaba tomando una foto en un bautizo y todo el mundo se le atravesaba con esos celulares. No hay quién los mueva, y uno les dice y se enojan. Se le forma una galería. En los grados el ajetreo también era bravo. El fotógrafo chambón se hace en cualquier parte y dispara. Uno sí se ubicaba donde mejor pudiera quedar la foto, pero todo mundo se atravesaba. Otro problema era en los cumpleaños de niños de un añito o de dos. ¡Cosa brava! Ese muchacho comenzaba a llorar, y uno: mire el muñequito, mire no sé qué… Y ese muchacho seguía verraco botando lágrimas, pateaba el ponqué, en fin… ¿Qué es lo que no le ha toreado uno a esto?
Pero más allá de las dificultades en la práctica, fue la poca utilidad que le quedaba lo que finalmente lo obligó a retirarse. Ya no lo llamaban como antes, empezaron a cerrar los laboratorios, los rollos se pusieron más costosos y tanto la cámara como el flash gastaban cuatro pilas alcalinas. “Afortunadamente uno piensa con la cabeza esas cosas y dice: paremos esto. Todas esas cosas se fueron acumulando hasta que decidí archivarla. Yo la mantengo ahí, guardada. Esto es como el futbolista que cuelga los guayos”.
Pedro suele encontrarse con viejos amigos cuando va al centro de Cali a comprar los vidrios con los que trabaja. Muchos de ellos ofrecen sus fotos en el CAM o la Plazoleta San Francisco. “Si de pronto me pillo alguno de esos locos por allá, siempre nos vamos a tomar un tinto”. En medio de sus conversaciones suelen evocar algunos recuerdos y reflexionar sobre la fotografía en la actualidad. Todos concuerdan en que esta práctica ha perdido valor al caer en manos de todos:
– Nosotros los fotógrafos cada rato nos reunimos allá en Cali a tomar tinto. Y nos decimos: Jueputa, es que hoy en día cualquiera es fotógrafo. Y eso es cierto. Porque el que se compra su cámara bien buena hace un curso de un mes y ya es un teso. Pero claro, es que todo el trabajo lo está haciendo la máquina. Para mí no sería difícil aprender la fotografía digital. Si la manejan esos troncos de hoy en día, que no saben nada, para mí no sería un problema. Pero en mi época el trabajo lo tenía que hacer el cerebro. Ahora la cámara misma lee la luz y ajusta la velocidad, el diafragma y la sensibilidad. El fotógrafo sólo encuadra al sujeto y dispara. Hoy en día hay mucho fotógrafo de dedo.
Lo que se aprende nunca se olvida.
A los 16 años, Pedro era empleado de una vidriería en Cúcuta. “Ahora que se puso malo esto de la fotografía me tocó defenderme con los vidrios”. Lleva una vida tranquila, pues vive solo y su trabajo le alcanza para solventar sus propias necesidades. Nunca se casó ni formó una familia, pues siempre le gustó ser “andariego”. Sus hermanos viven en Bogotá, pero hace muchos años que no se comunica con ellos. Tiene una hija que vive en Cali, tiene 45 años y es la única persona con quien comparte algo más que un saludo.
A los 71 años luce entero, con buen estado de salud y con la misma delicadeza y tacto para trabajar. Para cortar vidrios se necesita tener buen pulso y precisión con las manos, y esto nunca fue un problema para él, pues – según justifica – nunca le gustó fumar ni beber alcochol.
Sus días transcurren en torno a su nuevo oficio. Permanece en el local trabajando, en su casa, o conversando con algún vecino. A veces se le ve caminando por las calles con un canguro en la cintura y un vidrio al hombro. Los chicos que van naciendo, la nueva generación del pueblo, seguramente no lo conocen. En los hogares, mientras tanto, reposan miles de fotografías suyas que en el respaldo conservan una marca que hace honor a su legado: Foto Peter.