Huyó de Chocó asediada por la violencia y en Cali la recibió otra guerra. En medio de su realidad, Estelia se aferra a una idea: cree que si aprende a leer y a escribir podría cambiar el rumbo a su vida y se ha propuesto lograrlo.
Por: Kelly Sánchez
A sus 22 años, Estelia, una morena robusta, de trenzas sintéticas y ojos pequeños, se prometió que aprendería a leer y a escribir. Lo decidió un día en que en el banco le entregaron un documento que debía firmar. Se le ocurrió que para no pasar por ignorante, la señora que estaba a su lado podría firmar por ella. “Quién la mandó a no aprender”, le respondió la mujer mientras abría sus ojos con gesto despectivo. Estelia no fue capaz de contestar.
–Sentí una impotencia…qué le iba a responder. Yo me quedé fría. –Agachó la cabeza y se resignó a poner su huella en el espacio para la firma.
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Estelia cumplió apenas 24 años, pero parece que su juventud se le ha escapado. No pronuncia muy bien la s ni la r cuando habla, conserva el acento de Istmina, Chocó, su tierra natal, el lugar donde nació, creció y también del que tuvo que huir una noche.
Después de separarse de su esposo, vivía con su hijo de 3 años en una casa de madera y techo de zinc a orillas del río San Juan, cuyas aguas atraviesan el Chocó. Su pueblo, uno de los municipios más pobres del país, de casas modestas rodeadas por selva y río, en los últimos años había estado asediado por grupos armados.
–No sé decir si eran guerrilla, paramilitares, no sé qué eran, no sé porque mantenían encapuchados en el pueblito –dice Estelia, pero desde que habían llegado al pueblo se oía de personas muertas o desaparecidas en un lugar donde tiempo atrás esos eventos eran más bien escasos.

Alrededor de las seis de la tarde de un sábado de 2013, Estelia preparaba la colada a su niño cuando un hombre encapuchado llegó a su casa.
–Me dijo que quería que fuera de él, pero yo le dije que no me interesaba tener nada con ellos. Él me dijo “pues piénselo bien porque o es mía o la mato”.
Cuando el hombre se fue, Estelia intentó calmarse, pero no pudo.
–Esa gente no le dice a uno las cosas por decírselas, cuando dicen algo ya lo tienen bien pensado. Con ese miedo, de una tomé la decisión de irme. No alcancé a empacar casi nada. Como no tenía plata para trastearme, dejé todo. Cogí una piragua, cogí a mi niño y la ropita que más podía, arreglé mi bolsito pequeñito y salí.
Estelia es la mayor de diez hijos, seis mujeres, cuatro hombres.
–Mi papá con mi mamá se iban al monte a trabajar, a las más grandecitas nos tocaba cuidar a los más pequeños, o sea que en vez de estar estudiando, nos tocaba ser a nosotras mamá y papá de los hermanos más pequeños. –En el Chocó, uno de los departamentos colombianos con el porcentaje más alto de analfabetismo, Estelia nunca supo qué era estudiar.
Cuando cumplió 12 años, su papá, que tenía la intención de inscribirla en un colegio, murió de lo que en el pacífico llaman “un mal” y que en otros lados se conoce como brujería. Por ser la más grande, cargaba con el peso de la responsabilidad familiar; debía ayudar a su mamá con los gastos. Aprender a leer y a escribir era considerado una ociosidad.
Con 12 años, se fue a Cali a trabajar como empleada de servicio; en una casa recibía sesenta mil pesos quincenales por atender el oficio que demandaban seis personas. Después de un tiempo regresó a su pueblo.
Varios años después Estelia volvió a Cali, pero esta vez expulsada de su tierra. Se convirtió en otra cifra entre los más de seis millones de desplazados por la violencia que durante años se ha expandido por todos los rincones de nuestro país; otra cifra entre los más de ciento treinta mil desplazados que han llegado a Cali en los últimos años.
Ahora vive en una pequeña casa de invasión en la Colonia Nariñense, al oriente de Cali, junto a su nuevo esposo y dos hijos de siete y dos años. Estelia que quiso escapar de la guerra, vive en un sector donde la violencia urbana es el pan de cada día. En medio de las casitas de esterilla con techos de zinc y las calles sin pavimento, el ruido de las balas por los enfrentamientos entre pandillas, los robos y los crímenes son parte de la cotidianidad. Hay temporadas en que todos los días se escuchan disparos, hay otras en que suenan una vez por semana. Cuando Estelia oye los disparos, cierra la puerta y se esconde en la parte trasera de su casa, no le interesa saber quiénes son, ni de dónde salen. Es una violencia distinta de la que huyó, pero que también le hiela las manos y le acelera el corazón.
“Es duro vivir aquí”, Estelia lo repite una y otra vez. Viven en una ranchito de esterilla. Cuando llueve, ella y su esposo deben estar pendientes de que las goteras no mojen las camas. Baja agua por los agujeros del techo, pero no baja por el grifo.
–Si usted no recoge el agua en la noche, no tiene agua en el día. Nos toca bañarnos dentro de un balde y recoger esa agua para el sanitario. Yo no estaba acostumbrada a eso –dice Estelia un poco triste. En su pueblo el agua no escaseaba, si no bajaba del grifo, tenía el río. Se bañaba en el río con toda el agua que quería, acá debe bañarse con el agua que cabe en un balde. Con lo que gana su esposo recogiendo aserrín en una empresa, solo pueden pagar un arriendo de 70 mil pesos.

Después de aquel desaire en el banco por no saber firmar, Estelia se propuso entrar a estudiar para aprender a leer y a escribir. Se inscribió en un colegio gratuito de enseñanza acelerada. Agacha la cabeza cuando dice que a su edad apenas ha empezado a estudiar, pero también piensa que a pesar de todo llegar a la ciudad fue bueno para ella.
–Yo allá no pensaba como pienso ahora, uno acá en la ciudad sin estudio no vale nada. En el Chocó no necesitaba estudio porque allá la gente trabaja de su cuenta; allá nadie lo humilla, si usted quiere irse a trabajar se va y si un día no quiere pues no va, pero tiene su comida y con qué vivir. En cambio acá para barrer calles tiene que ser bachiller.
Estudia los sábados de doce del mediodía a siete de la noche. Ya cursa cuarto grado. Hace lo que puede por aprender pero no puede concentrarse por completo, tiene que encargarse de todo en la casa: el oficio, los niños y sus tareas del colegio. A ese ritmo es poco lo que puede dedicarse a estudiar.
Desde aquella noche en que tuvo que huir de Istmina, tiembla cuando ve un arma. Hace unos días cuando iba caminando por las calles polvorosas de su barrio, vio a un hombre que llevaba un revólver. Salió corriendo para su casa, con sus manos temblorosas intentó abrir la puerta, pero sentía que no la abría, que la llave no encajaba. Se metió a su casa pálida del susto. Cada que escucha disparos o se enfrenta a alguna situación peligrosa, Estelia se acuerda de los momentos de miedo que vivió en su Chocó –yo estoy como marcada por la violencia, no he podido superarlo–, cuenta.
Estelia conoce poco de la ciudad, no sale mucho del sector en el que vive en el Distrito de Aguablanca. Para ella Cali debe verse como una ciudad enorme y desconocida. Sigue recordando con nostalgia su pueblo.
–Sacarlo a uno de su tierra, de donde uno es, donde tenía mis cosas, mi banano, mi papa china, todo. Toda mi familia ha vivido de criar gallinas, marranos, de sembrar maíz, plátano, arroz, de matatai como se dice por allá. En cambio acá es tan diferente. Cuando salgo me siento como mosco en leche. Esto por acá es muy duro.
Aunque Estelia recuerda los días tranquilos en que se bañaba en el río, recogía maíz, yuca y papa china, no quiere regresar a su tierra. No olvida cuando bajaba gente muerta por el río o cuando alguno de los habitantes hacía algo que no fuera del agrado de los hombres armados y terminaba muerto o desaparecido, como le pasó a su vecino Jorge que desapareció y nunca se volvió saber de él.
–La ley allá no existía, la ley eran ellos (los hombres encapuchados)…la vida por acá es muy dura, pero yo no deseo volver a mi tierra, prefiero vivir en la invasión –dice Estelia frunciendo el ceño como si de repente regresaran todos los malos recuerdos. No volvió a saber nada de aquel lugar, de solo pensar en esos días se estremece.
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Hace unos días su mamá le dijo que estaba orgullosa de ella, que había avanzado mucho más de lo que lo hubiera hecho en el campo: ya sabe escribir su nombre y está mejorando la lectura. Estelia está empeñada en aprender mucho más. Aunque para ir a estudiar debe dejar a sus hijos solos, está convencida de que no puede desaprovechar la oportunidad de estudiar si quiere conseguir un buen empleo, dejar de vivir donde vive…un mejor futuro para ella y sus hijos. Quiere que ellos también se sientan orgullosos de ella.
–Pero yo no sé qué me pasa, me atacan los nervios, de la ansiedad que tengo de aprender a escribir bien, me atrofio y no puedo escribir. Tengo la mano pesada –dice Estelia empuñando las manos en señal de impotencia. Le aterran los dictados y odia su letra ladeada y disforme. Su sueño es terminar de estudiar y sacar a sus hijos de la invasión en donde viven, no quiere que crezcan en ese entorno de violencia del que ella quiere huir.

En Colombia se lee un promedio de dos libros al año por habitante, Estelia ha leído dos libros en sus 24 años de vida. Recuerda especialmente el primero que leyó: Mapaná, del escritor Sergio Álvarez. Un cuento de 112 páginas que narra la historia de Colacho, un niño de 13 años que emprende una travesía por la selva amazónica en busca de su mascota, una boa entrenada llamada Mapaná, que le robaron unos traficantes de animales. El niño debe enfrentarse a numerosas dificultades que a la vez contextualizan el relato de un país violento. Quizás la aventura de Colacho identifica a Estelia un poco con su propia historia de violencia. Ese primer libro le costó diez mil pesos en el Parque Santa Rosa y a punta de lectura silábica tardó varios meses en leerlo.
Antes de conocer personalmente a Estelia, me sorprendió darme cuenta que tenía Whatsapp. Le escribí de inmediato.
–Hola ¿Estelia? –¡Doble chulito! El mensaje llegó. Después de un rato noté que aparecía en su ventana ‘escribiendo’, pero ninguna respuesta aparecía. Tardó unos minutos más hasta que por fin contestó:
–Hola –y fue todo lo que escribió.
Estelia es uno de los más de mil millones de usuarios que registra la aplicación de mensajería instantánea Whatsapp –casi uno de cada siete habitantes de la Tierra– que envían más de treinta mil millones de mensajes al día. Para miles de usuarios la aplicación se ha convertido en un instrumento indispensable de la comunicación diaria, para Estelia escribir desde su celular es toda una proeza.
Sus compañeras del colegio escriben en Whatsapp moviendo los dedos a una velocidad que por ahora es imposible para ella. Espera el día en que pueda escribir igual de rápido.
Mientras para algunos la ortografía en los mensajes no tiene mayor importancia, Estelia lucha con la franja roja debajo de las palabras que indica error de escritura. Piensa, borra y escribe de nuevo hasta que desaparezca.
–A veces cuando tengo datos me pongo a escribir, así me demore mucho, pero me fascina porque en el teléfono no sale la letra ladeada como es mi letra, sale derechita –dice riéndose.
Me reuní algunas veces con Estelia para ayudarle en su proceso de aprendizaje de lectoescritura. Leímos cuentos, mitos y leyendas del pacífico colombiano. Nuestros encuentros terminaron desde que consiguió trabajo en una casa de familia. De vez en cuando hablamos por Whatsapp y cada vez tarda menos en escribir ‘hola’, a veces prefiere enviar notas de voz.
Estelia no es la que mejor escribe y lee en su clase, pero se siente feliz porque por lo menos ya sabe escribir su nombre.
–Cada vez que voy a firmar me recuerdo de esa frase que me dijo esa señora, y yo digo: Dios mío las cosas no son imposibles, sino que uno cree que no se puede.
