El día que Arturo Sepúlveda fue asesinado, la vida de sus siete hermanos se empañó de un luto que, 23 años después, siguen cargando. Perder a quien era el ejemplo en la familia, ha generado una marca de dolor que cada uno asumió a su manera ¿Qué puede pasar en una familia cuando un ser querido muere de forma violenta?
Por: Nicole Tatiana Bravo García
Es 2 de junio de 1994. Arturo Sepúlveda da la vuelta a la manzana para llegar al parqueadero que está a media cuadra, tal vez cree que lo siguen. Acaba de salir de su oficina ubicada en la calle Sarmiento, cerca del centro de Tuluá, en el centro del Valle; pero debe regresar, parece que ha olvidado algo. Nunca lo sabremos. Con su blazer y sus zapatos de material, el hombre de 69 años cruza la calle y se dirige al parqueadero, de nuevo. Está a pocos metros de su carro cuando se acerca una moto. Hay disparos. Nadie recordará cuántos. Arturo cae al pavimento. Dicen, quienes vieron la escena, que desde el piso, herido, le dirigió una sonrisa burlona a su asesino. La moto arranca, pero a media cuadra regresa. Un tiro, uno solo perfora el cráneo de Arturo en la cien.
Nidia está planchando en la casa de Villacolombia, al nororiente de Cali, donde vive con sus tres hijos y su esposo. Su rostro, como todos los días, está cubierto de maquillaje; su pelo corto, crespo y castaño claro aún está bien arreglado después de horas de trabajo. Extiende sus manos pálidas y regordetas, con la marca de los anillos que usa todos los días, sobre la ropa de su familia. Entre las ocho y las nueve de la noche suena el teléfono; Víctor, su cuñado, la llama desde Tuluá. Camino al trabajo, hace unos minutos, pasó por la calle Sarmiento:
-Hirieron a Arturo.
-¡No!, ¿cómo así?, mire bien, ¡mire a ver cómo está!
Es la primera de los siete hermanos en darse cuenta. Los minutos se hacen eternos y cuando el teléfono suena otra vez, el tiempo y una vida se funden en gritos. Fueron heridas mortales para Arturo y lo serían para la familia.
***
Eran ocho hermanos, tres Sepúlveda y cinco Muriel, sólo el primer apellido los diferenciaba. Rosa Toro y Vicente Muriel se encargaron de construir un hogar donde primara la hermandad. Crecieron bajo el mismo techo, con los mismos privilegios y carencias. Vicente era el papá de todos, no se valían de apellidos. Sin embargo, siempre tuvieron viva la memoria de Luis Ángel Sepúlveda, el primer esposo de Rosa que falleció cuando un árbol cayó y le rompió el cráneo.
Arturo era la referencia y el centro de la casa. Nunca lo pidió, pero las decisiones siempre pasaron por él; si se trataba de un negocio, Vicente lo discutía con su hijo y hacía caso a las recomendaciones. El mayor de los hermanos era un hombre que no pronunciaba palabra de más sino era necesario. En las pocas conversaciones que entablaba, solía hablar del progreso o la educación. Su mayor satisfacción era estudiar.

Aún grandes y con familias conformadas, Arturo ayudó a sus hermanos cuando lo necesitaron. Les dio empleo a sus sobrinos, los apoyó en el estudio y motivó y financió los negocios. A Olga; de pelo ondulado, con rastros de algún tinte claro entre las canas y con un escaso labial pálido cuando decidía maquillarse; le ayudó con el sustento económico de su hogar, cada mes le daba una cuota y le colaboraba con el mercado.
Las casas en Tuluá le permitían a Arturo estar cerca a sus hermanos y convidar a los de Cali a que lo visitaran, incluso compró una finca en Yotoco para estar cerca a Noel. A veces con su ruana café iba donde su hermano o lo invitaba a su casa y se sentaban en la noche a beber. Si tomaban Whiskey, lo hacían sin hielo como acostumbraban; si era cerveza, Noel se la pasaba al clima como sabía que le gustaba a su hermano; y si era aguardiente, por ley, lo servían en un vaso.
Nidia, por su parte, era la “Tata” de su hermano, como él le decía. Cuando Arturo pasaba días sin hablar y a veces sin comer, su hermana lo seguía por horas intentando que probara bocado, ambos sabían que ella no iba a desistir y él no iba a negarle el plato de comida. Nidia era la única capaz de sacarlo del silencio y el ayuno al que nunca supo por qué recurría. Como si fuera parte de un trato, Arturo le dejaba un poquito de comida a su Tata, no importaba si ella estaba o no, o si él comía por fuera o en casa, ella siempre iba a encontrar su porción en la cocina.
***
Todos los días, Arturo vestía un blazer donde cargaba chupetas de Colombina que comía a diario y le regalaba a sus sobrinos. La chaqueta solía colgar de su hombro izquierdo cuando hacía calor, así aprovechaba para cubrir el brazo delgado que no podía usar. Un día, en su juventud, mientras manejaba con la mano derecha y extendía sobre la ventana del conductor la izquierda, un camión pasó tan cerca de él que su brazo se enredó sacándolo del carro y arrastrándolo varios metros. Estuvo a punto de que le amputaran su extremidad, pero por motivos médicos que la familia no recuerda, los doctores desistieron. Arturo tuvo que aprender a vivir con dolores que le provocaba la incapacidad de mover su brazo.
Cinco años antes de morir, la familia organizó una velada sorpresa para èl en Yotoco. Comida, trago, cantantes, palabras y placas conmemorativas fueron el resultado del único homenaje en vida que ha hecho la familia. Sólo a Frederman le fue imposible viajar por un retraso del vuelo; desde Bucaramanga lo llamaba llorando y disculpándose por no haber asistido. Ese día, los hermanos le dedicaron una canción a Arturo que se convirtió en su himno y que los seis le cantaron en coro: “Tú eres mi hermano del alma, realmente el amigo…”. El único recuerdo negativo que tienen de él es su muerte.
Seis meses antes de ser asesinado fue la última vez que la familia completa estuvo reunida, fueron casi 100 personas a visitar al tío que estaba en Tuluá. No lo planearon, todos coincidieron. Algunos, después de 23 años, lo ven como una despedida a uno de los integrantes del Colegio de Abogados de Tuluá, al profesor de latín y derecho romano de la Unidad Central del Valle del Cauca (UCEVA), su jefe de investigación, el abogado reconocido y prestante del pueblo, el amigo, el padre, el esposo, el tío y el hermano.
***
En la carrera 33 con calle 25, la Funeraria Sercofun, en el barrio Alvernia de Tuluá, no da abasto. Esta mañana, las personas no han parado de llegar desde que la muerte de Arturo retumbó en el pueblo. Cinco buses esperan parqueados al costado de la calle. Tuluá está militarizada. Cuatro calles alrededor de la funeraria están cerradas por la cantidad de asistentes al velorio. Una calle de honor se abre para darle paso a los familiares que van llegando.
Cinco hermanos de Arturo Sepúlveda están desde la noche anterior acompañando el féretro. Melba Muriel tiene 53 años y no supera el metro sesenta de estatura, viajó desde Cali cuando su hijo Álvaro colgó el teléfono luego de hablar con Nidia y, sentada en el comedor, recibió la noticia de la muerte de su hermano. Está frente al ataúd y lleva horas llorando. Álida Muriel a sus 47 años, se acomoda las gafas al lado del cuerpo sin vida de Arturo. Está desconsolada.

Nidia Muriel de 45 años, no puede contener las lágrimas, en una esquina de la sala de velación se deja golpear por los recuerdos. Noel Sepúlveda celebraba su cumpleaños 60 en su casa en Buga cuando recibió la noticia. Desde ese momento dejó de hablar durante más de dos años. Así pasará los próximos tres años No ha entrado al velorio, lleva horas sentado en un muro frente a la funeraria con una botella de aguardiente en la mano; llora y abraza a las personas cuando se acercan a darle el sentido pésame. Guillermo Muriel tiene el rostro desencajado pero es el más sereno de todos. Tiene 49 años y, a decir verdad, tenía miedo de asistir al funeral, no sabía si los sicarios volverían a asesinar a la familia.
Olga Sepúlveda no llegó al velorio. En la noche del dos de junio, sus hijos, enterados de la muerte de su tío, pensaron la forma más delicada para comunicárselo; pero el sobrino de Nidia, Gustavo, no lo tenía presente y al llegar a la casa de Olga y verla, soltó la noticia sin el más mínimo cuidado. La mujer de 67 años no lloró, no gritó, no habló. Iba de un lado a otro arrastrando los pies por la casa. Estaba desmadejada. Fueron al hospital de urgencias y debatiéndose con el dolor del asesinato de Arturo, los hijos de Olga tuvieron que enfrentar el diagnóstico: embolia cerebral. Al parecer, la noticia había generado un aumento en la frecuencia cardiaca y, por ende, del flujo sanguíneo. Esto permitió que la grasa acumulada en una arteria fuera arrastrada hasta el cerebro. Los daños eran irreversibles.
Es medio día y el cuerpo de Arturo sigue en la segunda sala al lado derecho del pasillo de la funeraria. El espacio se está quedando pequeño para las decenas de coronas de flores que dan su sentido pésame. Sobre el ataúd de madera reposa un ramo de orquídeas moradas que nadie sabe quién envió. Las estudiantes de las hijas de Olga han acompañado a la familia de su profesora en el velorio y, durante la mañana, se han turnado para hacer calle de honor frente a éste. Jhoana, la nieta de Arturo a quien educó como una hija, ha transformado su cara blanca en un rostro pálido de ojos hinchados con la nariz y la boca roja. A sus doce años ya ha perdido a manos de otros a las dos figuras paternas que ha tenido – y tendrá- en su vida. Los asistentes al velorio, conocidos o no de Arturo, empiezan a llorar cuando escuchan los lamentos de Jhoana.
Falta que Frederman llegue para despedirse de su hermano, pero se le ha dificultado conseguir transporte de Bucaramanga a Tuluá. Las personas están desesperadas; estudiantes, profesores, amigos, vecinos y algunos familiares quieren despedirlo para no alargar el sufrimiento. A las tres de la tarde deciden trasladar el féretro a la iglesia de Los Salesianos para hacer la debida misa. Aunque Frederman no llegaba, ya habían pasado más de 12 horas velando a Arturo, no podían esperarlo más.
Cargaron el ataúd y a mitad de la calle atestada de personas se escucharon algunos gritos: “Llegó el hermano, llegó Frederman”. El desfile hacia la iglesia se detuvo, abrieron paso y un hombre bajo de 51 años reveló un rostro rojo y demacrado. Pidió ver a su hermano y la tapa de madera que estaba a la altura del rostro se levantó. El cuerpo sin vida de Arturo dolía en cada rincón. El rostro pálido, hinchado y con la oreja y el cuello raspado dejó en silencio a la muchedumbre. Frederman se tiró sobre el ataúd y no dejó de llorar hasta que sus mismos hermanos lo retiraron del féretro.
Quince días antes de morir, Arturo visitó la funeraria Sercofun en el barrio Alvernia de Tuluá. Escogió un ataúd de madera, el ramo de orquídeas moradas que reposaría sobre éste, compró el pedazo de tierra al lado del sepulcro de sus padres en el Cementerio Los Olivos, pagó los buses y decidió que la misa fuera en la iglesia Los Salesianos. Antes, había revisado sus propiedades y le solicitó a sus hermanos que lo que él hubiera puesto a nombre de ellos le fuera escriturado de nuevo. En los días previos organizó su oficina con minucia y dejó cada documento en la carpeta, el sobre o el cajón adecuado.
Algunos dicen que ya sabía, que lo habían amenazado o sólo sospechaba. Quizás esperaba lo inevitable, lo que le advirtió un joven a Arturo, antes de que aceptara llevar el caso: era el quinto abogado que decidía entablar en un proceso judicial contra Henry Loaiza Ceballos, alias ‘El Alacrán’, capo del Cartel de Cali, los cuatro anteriores habían sido asesinados. Arturo no hablaba de sus negocios, así que no hay mucha claridad al respecto, unos dicen que era un hijo que reclamaba la paternidad y el pago de los 18 años por los que Henry, el séptimo hombre en la cúpula del narcotráfico en el Valle en esa época, no respondió; a otros no les queda muy claro. Los Sepúlveda/Muriel están seguros que intentaron comprar a su hermano para que desistiera, pues su reputación apuntaba a que ganaría el caso y también a que no aceptaría un soborno. Tal vez fue su negativa a negociar la que lo acercó a la muerte.
***
Hace días estoy esquivando esta llamada. Dejo el lápiz sobre la libreta y la escucho. Ahora recuerdo por qué no quería llamar a mi tía Nidia, no sabía explicarle lo que pretendía hacer con esta historia sin que fuera a herirla a ella o a mi familia. ¿Cómo pedirle a una persona que hable del asesinato de su hermano? No creí que después de más de dos décadas fuera igual de difícil hablar de mi tío Arturo, temo preguntarle sobre su muerte. Su voz se quiebra, no entiendo lo que dice, pero lo siento. Me quedo muda, tengo ganas de llorar, no quiero provocar este dolor.
Había escuchado historias sobre el hermano Sepúlveda que fue ejemplo en la familia, pero hace unos años supe que el narcotráfico y la violencia habían sido los culpables de su muerte. La primera vez que intenté preguntarle a mi abuela Melba sobre la muerte de Arturo, fue cuando supe que el retrato que tenía en la mesa del televisor no era de su padre sino de su hermano. Se quedó callada cuando, al mirar la foto, le pregunté de qué había muerto. Volteé a verla y supe que había hablado de más, tenía los ojos vidriosos y la mirada clavada en las agujas de tejer.
Entre susurros y a grandes rasgos, mi madre me contó sobre mi tío Arturo, si tocábamos el tema delante de mi abuela Melba, se iba de donde estuviera. Empecé a llamar a los hermanos de Arturo, a sus sobrinos. Algunos decían “no fui muy cercano a él”, “no tengo muchos recuerdos”, pero terminaban llorando. Cuando decidí escribir esta historia mi abuela me dijo:
-¿Por qué no escribe de cosas alegres, cosas bonitas?, ¿para qué quiere hablar de algo tan triste?
No es la tristeza lo que quiero retratar, ni la huella de una bala en un cuerpo, ni el frío mortal que entra por una herida, ni la sangre en la tierra; son los rastros de la violencia en quienes sufren la partida.

En las noticias abunda la muerte por armas y venganza, un pequeño resumen de quien mató a quién y cómo; a veces, la opinión de un familiar… y todo parece quedar ahí, siguiente noticia, siguiente programa y en ocasiones un “qué pesar”. Pero el dolor se queda, se aloja. Alguien, sin derecho alguno, arrebató esa vida y dejó a una familia viviendo de ausencias.
Después de estar en Trujillo y salir huyendo de la violencia bipartidista, los padres y sus ocho hijos vieron en Tuluá un lugar seguro. Pero las décadas de tranquilidad de la familia en el corazón del Valle se vieron alteradas en los años 90. El departamento era hogar del cartel de Cali, dirigido por los hermanos Rodríguez Orejuela, que se enfrentaba con el Cartel de Medellín de Pablo Escobar. Los hermanos aspiraban internacionalizar su negocio, lo que convirtió al Valle en una red de distribución jerárquica con responsabilidades en el negocio de las drogas.
Los pequeños subcarteles en el norte del Valle ascendieron al estar relacionados con una etapa del proceso de narcotráfico dirigido, en especial, por Iván Urdinola y Henry Loaiza. La mafia alcanzó una estructura fija que permitía comunicarse con el corredor estratégico del centro, Buga y Tuluá, del pacífico por el acceso al puerto y en Cali y Palmira por la oportunidad que les daba el aeropuerto.
Tal vez la familia pensaba que era suficiente con no ser actores directos del narcotráfico para no verse involucrados, pero todos pagamos los platos rotos cuando la violencia y el narcotráfico permea la cotidianidad de los que nos creemos alejados de esa realidad. Ningún Sepúlveda ni Muriel llegó a imaginar un final así para Arturo. Parecía que con estudiar y actuar lo mejor posible cualquiera puede vivir tranquilo. Pero la violencia le gana a las buenas intenciones. Aquí, hacer el bien o intentar hacerlo, sale caro.
Siempre me pregunté por qué no contaban la historia de mi tío, luego supe que era su manera de llevar el dolor.
En un punto llegué a pensar que escondían algo, y sí… escondían su dolor. Entre menos se hablara, menos recuerdos y menos dolores. Hablar fue para mi familia unas catarsis. No se trata sólo de las cifras que aumentan, se trata de que mi tío está ahí, no sé si al principio o al final, no sé qué número le pertenece, pero está. Y en ese número no está él sólo, ni él ni los demás. Detrás de cada cifra están las familias sufriendo, aguantando el llanto, callándose por años o llorando los días.
***
Aunque las sobrinas de Arturo, las hijas de Olga por las que veló, viven en Tuluá, ni ella ni sus hermanos que están en Cali, Bogotá y Dagua, lo han visitado en los últimos años. La maleza ha cubierto la lápida y ni siquiera su nombre se alcanza a leer. En vida, Arturo pasaba horas en el Cementerio los Olivos, se sentaba frente a la banca del sepulcro de sus padres y empezaba a reír:
-¡Cómo se ve de linda al lado de sus dos maridos! – decía al ver la lápida de su madre, Rosa Toro, entre la de su padre, Luis Ángel Sepúlveda, al lado derecho, y la de su padrastro, Vicente Muriel, al lado izquierdo, en un mismo pedazo de tierra.
Han pasado 23 años desde el asesinato y hablar del hermano o el tío mayor, hace que el corazón se encoja, las palabras se atasquen y las lágrimas sean inevitables. Pero ya nadie se sienta en la banca frente a las cuatro lápidas que reposan en Los Olivos. De Arturo quedan los recuerdos, el retrato que cada hermano guarda en su casa, el llanto que produce recordar el asesinato de quién, según la familia, no mereció morir así y el deseo insatisfecho de que fuera la vejez la que se lo llevara cuando se estuviera meciendo en su silla con la ruana café y un vaso con aguardiente.