Daniel tiene dieciocho años, sus ojos revelan la dureza con la que ha vivido a su escasa mayoría de edad. Tiene la expresión de quien ha visto esta ciudad desde lo más oscuro y peligroso y deja ver, con su apariencia y corporalidad, que no es un joven cualquiera.
Por: Alexandra García Manzano
Daniel tiene dieciocho años, sus ojos revelan la dureza con la que ha vivido a su escasa mayoría de edad. Tiene la expresión de quien ha visto esta ciudad desde lo más oscuro y peligroso y deja ver, con su apariencia y corporalidad, que no es un joven cualquiera.
Mientras caminábamos Daniel hurgaba en sus bolsillos con insistencia, al cabo de unos metros logró sacar una cajetilla de cigarrillos Marlboro bastante aplastada y un encendedor que dejaba salir una llama que cubría casi por completo su rostro. Nos detuvimos frente a un portón azul enorme que de inmediato nos trajo recuerdos a ambos, era nuestro antiguo colegio. A Daniel lo conocí cuando estaba en noveno y él recién estaba en séptimo. No duró más de cuatro meses estudiando, pero como vivía en el barrio, pasaba a saludar casi todos los días a la hora de la salida.
Al lado del gran portón azul había una puerta bastante más pequeña del mismo color, Daniel tocó y salió un vigilante que consiguió reconocerme, entramos después de tantos años de nuevo a ese lugar. Era sábado, el colegio estaba desértico, solo para ambos. Caminamos hasta donde se “ponchaba con sus socios”, aún se acordaba, habían pasado más de cinco años desde la última vez que Daniel estuvo ahí, pero tenía la memoria intacta. El lugar era bajo el puente que comunicaba las tres torres principales del colegio, era algo oscuro y olía a cemento. Ambos nos recostamos en una columna que atravesaba el espacio y dejamos de vernos la cara; cada uno a su lado de la columna observaba el sitio.
Daniel preguntó si me acordaba quién nos había presentado y claro, recordaba de manera muy precisa ese instante. Justo en la dirección en la que estaba mi mirada daba el lugar donde nos habíamos conocido. Recorrí lentamente con los ojos todo el espacio, el asfalto alumbraba a causa del sol, al lado izquierdo las oficinas de tesorería, coordinación y rectoría parecían cobrar vida en mi memoria, casi podía ver ese pasillo lleno de estudiantes. Había mucho azul, como siempre. Cuando finalicé el recorrido, mis ojos llegaron a la maya que daba contra un parqueadero que nada tenía que ver con el colegio. Ahí, un viejo amigo, nuevo en ese entonces, me presentó a Daniel. Bicho era su apodo, ni siquiera estudiaba en el colegio, era de los que a la salida iban a saludar gente. Ese día, yo estaba con mis amigas sentada cerca a la maya y Daniel estaba recostado a ella como esperando a alguien. Bicho se acercó a la maya a hablar con Daniel y, cuando me vio, me pidió que me acercara. Me lo presentó diciendo que era nuevo, que escuchaba buena música y que el sábado se iba a perforar la lengua con nosotros.
Aquí empezamos, moviendo droga, trayendo droga… yo estaba re chinga, parce, mucho cólico. (Se ríe mientras se levanta del lugar).
Yo me levanté con él y comenzamos a caminar por el colegio. Daniel hablaba mucho, señalaba constantemente espacios y contaba anécdotas, yo, mientras tanto, intentaba asimilar lo que minutos atrás me había dicho. Nunca supe de nadie que moviera drogas en el colegio, mucho menos de él. Yo tenía quince años en ese momento, Daniel trece y esas son cosas que habitualmente no se le pasan por la cabeza a alguien tan chico. Me dijo que me relajara que eso pasa en todas partes, que mirara nada más en lo que él había terminado.
Él se salió del colegio porque no le gustaba estudiar, y me contó cómo después de retirarse siguió moviendo drogas entre los estudiantes. A la hora del descanso se acercaba a la maya que daba al parqueadero, lejos de las oficinas por donde lo conocí y cerca al basurero que pegaba contra el colegio, en cuestión de segundos entregaba la mercancía a un par de alumnos, uno de décimo grado y otro de once. Ellos se encargaban de venderla. Yo quise caminar hasta ahí y él me siguió, me tomó algo de ventaja así que pude ver bien cómo caminaba. Daniel siempre ha sido flaco y alto, pero nunca más algo que yo. Ese día llevaba un pantalón azul que le quedaba escurrido, unas zapatillas grandes de color negro y un saco del mismo color que ocultaba sus tatuajes. En la cabeza tenía una gorra del mismo tono del pantalón, pero llena de taches. Caminaba gracioso, con el tronco inclinado hacia delante, los brazos pegados al cuerpo mientras movía sus dedos con insistencia y las piernas muy juntas.
Llegamos a la maya, que ahora es doble precisamente para evitar que agentes externos tengan contacto con los estudiantes por ahí. La doble maya queda a un metro de la original, de la que Daniel conoció y violó cientos de veces. Un metro alejada de la realidad. Daniel se agarró con fuerza de la estructura de metal y se rió, luego metió la nariz entre uno de los orificios y se quedó en silencio mirando hacia afuera. Parecía recordar con nostalgia ese lugar.
Apestaba a basura, varias palomas sobrevolaban el área y el sol de mediodía nos empezaba a cocinar. Le pregunté si tenía hambre y me dijo que sí, que fuéramos donde su “cucha” que allá nos daban almuerzo. La casa de “la cucha” era la misma casa en la que vivía Daniel en la época en que lo conocí, en esa casa vivían él, la mamá, el padrastro y la hermana. Recuerdo que Daniel nunca se la llevó bien con su padrastro, peleaban todo el tiempo, muchas veces llegaban a los puños y se amenazaban de muerte.
Subimos las escaleras muy despacio, del colegio a la torre el sol nos había quitado la energía, con la voz entre cortada por la agitación decidimos guardar silencio. Eran cuatro pisos interminables. Chiminangos es un barrio laberíntico si se quiere, hay torres y más torres por todas partes, algunas verdes, otras amarillas y otras rojas, como la de la mamá de Daniel. Es un barrio comercial donde, a la hora que sea, se encuentra algo de comer.
A mucha gente la da miedo el barrio, pero es gente externa, yo, que viví varios años allá jamás pasé ningún susto, aunque Daniel me dice que sí pasan cosas, pero que quedan “bajo cuerda”.
Mientras subía por las escaleras me sostenía de la baranda y me iban quedando pedazos de pintura negra en la mano, el sol diario estaba por desaparecer completamente la pintura. La yema de mis dedos alcanzaba a tocar la pared rugosa y me distraía del cansancio, Daniel se iba fumando otro cigarrillo como si tuviera pulmones suficientes para hacer las dos cosas. Cuando por fin llegamos, yo me recosté sobre el balcón mientras él buscaba las llaves, noté que en la torre de en frente había cobijas y toallas colgadas sobre el balcón y quise tomar una foto. Cuando Daniel me vio me dijo en voz baja “Pilas, fotos no, no me vas a calentar”. Disparé tres veces sobre la torre de en frente y guardé la cámara.
Entramos al apartamento, no había nadie, según Daniel todos estaban en la casa de la mamá de su padrastro pero segurísimo habían dejado almuerzo. Yo me senté en un sofá en L que había en la sala mientras me recuperaba de la asoleada; él entró a la cocina a destapar ollas.
-Sisa, la cucha dejó almuerzo, son lentejas con carne, ¿usted si come de esto peluche?
– jajaja obvio– Le respondí con tono de burla.
Se sienta en el comedor y saca de un canguro una bolsita transparente llena de marihuana, se pone a trillar y comienza a contarme qué fue su vida todo este tiempo de no vernos. Habían pasado ya tres años en los que Facebook era el único medio por el que hablábamos y, el último año, de no saber nada de él.
Daniel tenía una novia a sus catorce años y, como vivía peleando con su padrastro, decidió irse de la casa para vivir en la de ella. No tardó mucho en dejarla embarazada y fue ahí cuando comenzó a trabajar de manera más seria con la droga. Recuerdo la casa de Lina, yo hacía mi pre icfes a unas cuantas cuadras de ahí y casi todos los sábados pasaba a visitarlos. El bebé era hermoso, la versión bonita del papá.
Daniel comenzó a cambiar mucho desde que se mudó a la casa de Lina, su cuerpo se llenó de tatuajes, se dejó crecer el cabello y las palabras con las que se expresaba ya no eran las del niño de colegio que había conocido años atrás. La relación con su novia comenzó a marchar mal porque él vivía en la calle fumando, robando y vendiendo vicio, hasta que finalmente Lina lo echó y se fue a vivir con su abuela al barrio de su infancia, Montebello. El barrio de la guerra, como le dice él.
Uy gonorrea calor el de esta casa –, Dice mientras se quita el saco negro que lleva puesto.
– Horrible marica.
– Trillá ahí yo voy a servir que estoy que me parto.
En el centro de su pecho tiene tatuado el escudo del América, en un hombro una calavera con dos pistolas y en el otro el escudo de la selección Colombia, en medio de ellos dos palabras que no logro descifrar. En su costilla izquierda tiene una mata de marihuana, en la derecha la cara de un perro bull terrier, en el estómago el nombre de sus papás, en el cuello unos labios rojos, en los brazos tiene a homero, un diamante y otros dibujos, pero en la mano tiene el más importante, el nombre de su hijo, Oliver.
Daniel trae el almuerzo a la mesa y comienza a comer rápidamente con una mano y con la otra, sigue trillando. Acaba de almorzar primero que yo y arma el porro, lo prende y me sigue contando lo que ha vivido los últimos siete meses. Apenas llegó al barrio Montebello hizo contacto con unos amigos de la infancia y comenzó a vender droga con ellos para poder sostenerse y mandarle plata a Oliver. Vendían ahí mismo en el barrio, se la pasaban en una cancha que era tradicionalmente de hinchas del Cali y se enrumbaban los fines de semana con lo producido en la semana. A Daniel el jefe de la oficina para la que trabajaba le preguntó si quería ganar más plata y ahí fue cuando comenzó a matar gente por encargo. Le pagaban entre cuatro y cinco millones por “positivo”. Alcanzó a hacer seis positivos en seis meses.
Daniel se movía en Sucre, El Obrero y otras partes del centro, compraba y vendía droga y armas. Para él trabajaban niños de diez, once y doce años; niños de barrios pobres sin esperanza de nada. Niños que con un revolver treintaiocho tienen cinco, siete chulos en una noche, cuenta de manera expresiva subiendo la voz. Demuestra mucho respeto por los más chicos, asegura que son los más peligros. Los de la sangre más fría. También habla de las mujeres, dice que son pocas, pero las que hay son unas locas.
Daniel nunca ahorró nada de lo que ganó por matar, extorsionar y vender droga. Él dice que plata fácil, plata maldita y que por eso desaparecía rápido. A Montebello llegó otra oficina a hacer la guerra, a querer apoderarse del barrio, del negocio de la extorsión a los comerciantes y de la distribución de droga. Cuenta que fueron días difíciles, que nadie dormía, nadie comía, se metía perico todo el día para estar atento, se sentaba con el fierro listo para disparar. Le tocó olvidarse de la familia, de su novia actual y de sus amigos. Su vida se convirtió en cuatro paredes, vivía a la espera de que lo fueran a buscar.
Al principio nos dábamos roces en la moto y si se veía algún desconocido se le preguntaba quién era, si era un extraño simplemente se mataba… Luego ya nos tocó encerrarnos porque esa gente se calentó y a nosotros nos cogieron a unos socios que ahora están presos… Nosotros les matamos a varios y ellos también.
Daniel dejó de ver a su hijo desde que llegó a Montebello, pero cuando podía llamaba a preguntar por él; cuando estalló la guerra tuvo que desaparecerse para protegerlo, nadie sabía dónde estaba, solo su novia actual, una chica del barrio que conoció tan solo días después de mudarse para allá. A todos los amenazaron con matarles a la mujer y los hijos, por fortuna, nadie de la oficina rival sabía que Daniel tenía un hijo y eso fue lo que lo motivó a marcharse cuanto antes de ese mundo. Pasaron días rondando en su cabeza la idea de irse, pero solo se decidió un martes a las seis de la tarde cuando un amigo llamó a avisarle que ya iban por él.
Empacó maletas y fue a dar a Palmira, pero en Palmira no pasaba nada, me dice riéndose. Tan solo una semana después volvió a Cali, a la casa donde nos encontrábamos en ese momento, había estado encerrado un mes, apenas hacía tres días que había vuelto a salir a la calle. Se cortó las trenzas que nacían en su nuca y terminaban en la mitad de su espalda, ahora se pone sacos sin importar el calor para que nadie lo vaya a reconocer por los tatuajes, usa gorra siempre y se viste diferente a como lo hacía en el barrio. Fuma compulsivamente cigarrillo y, ahora que ha vuelto a salir, compra marihuana también.
A Oliver aún no lo ve, dice que prefiere que las cosas se calmen para no ponerlo en peligro. Tiene un celular con minutos que sólo gasta en él y, claro, en su novia, que como Daniel dice, ella estuvo más en las malas que en las buenas.
Daniel se levanta de la mesa, se pone el saco y me dice que lo acompañe al parque, que no quiere estar más encerrado. Llevo los platos a la cocina, él limpia la mesa de los restos de marihuana y salgo al balcón de la torre. Bajamos los cuatro pisos calmadamente aunque él mueve sus dedos con insistencia igual que cuando lo vi caminar en el colegio. Esta vez Daniel lleva el canguro con la marihuana en su cintura. Llegamos al parque, no muy lejos de la casa de su mamá, y nos sentamos en una banca de cemento pintada de blanco. El parque está solo, hay unas cuantas bancas más y todas están vacías, es un espacio realmente silencioso.
Daniel arma otro porro. Me dice que necesita dormir, que fuma y fuma para ver si le da sueño, pero que no lo logra. Me pone una mano en el cuello y me hace saltar, estaba helada. Dice que se duerme quince minutos y se despierta con pesadillas de que lo van a matar, que es casi igual que cuando estaba encerrado en la oficina escondiéndose. Sueña con los que ha matado y con los que lo quieren matar, sueña que lo persiguen, nunca sueña algo bonito.
A este parque traía a mi hijo antes de meterme en tanta vuelta, me dice, y besa su mano, la misma con la que apretó el gatillo muchas veces atrás y donde tiene tatuado el nombre de su hijo. Le pregunto si no le da miedo que por ese tatuaje, que es el único que no se cubre, lo reconozca alguien y lo maten; Daniel fuma un poco más de marihuana, traga el humo y me responde:
Por él es por el único que doy la vida, ni por mí doy la vida. Desaloja el humo de sus pulmones y lo bota en dirección al cielo.