Escuela de Comunicación Social
Universidad del Valle

La Vega: los gallos del nuevo mundo

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Es domingo por la tarde, las cuatro, en la gallera La Vega, sobre la vía Santander de Quilichao-Mondomo. Un gallo tuerto descansa sobre las rodillas de El Paisa, su dueño. La vieja ave, de corte asiático Sid Taylor, recibe caricias en su brillante plumaje, prieto por todos lados. Sólo se exalta cuando las rubustas manos del hombre la llevan hasta el ruedo. Una mujer grita: ¡La pelea va a comenzar!


Escrito por: Angie Hurtado.

Editado por: Patricia Alzate.

25 de agosto de 2019

Hace cinco siglos, Colón, un genovés que arriba a América en su Expedición a las Indias, escribe en su diario de navegación: «Aquí son los peces tan disformes de los nuestros, ques maravilla. Hay algunos hechos como gallos, de las mas finas colores del mundo, azules, amarillos, colorados y de todas colores, y otros pintados de mil maneras; y las colores son tan finas, que no hay hombre que no se maraville y no tome gran descanso á verlos»[1]. Tres siglos después, el 28 de agosto de 1828, Simón Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios, aprueba el primer Reglamento de Combates de Gallos de Venezuela y de América. De las peleas de gallos, ni el mismisimo Libertador puede escapar[2].

En la primera pelea nadie perdió, excepto Bolívar

Colón, Bartolomé de las Casas y Gonzalo Fernández de Oviedo dan especial importancia a las «gallinas de Castilla», que se embarcaron en Islas Canarias en la segunda expedición colonizadora a América, y que José Tudela considera el origen de los gallos en las entonces denominadas Indias. Fuente: Sarabia (2006)

1830. Es una noche festiva en la ciudad de Honda, queman cohetes carnavalescos en honor al Libertador. Él, un hombre enfermo aquejado por la fiebre, pone en juego sus últimos vestigios de guerrero de honor en una emotiva riña de gallos[3]. En La Vega, una vez en el ruedo, el 14 de julio de 2019, El Paisa se agacha para hacer el “ocho”, agarra a su gallo negro por el lomo y lo desplaza entre sus piernas mientras ejerce presión. “Son ejercicios de preparación, así saltan con ganas”, explica, mientras un joven de rasgos indigenas se acerca a afilar con papel de lija las espuelas de carey del animal.

Al otro extremo del ruedo, un hombre negro que viste de blanco, llamado Amarindo, sostiene un gallo colorado de corte español. El ave tiene colores esbeltos, el dorso y el cuello naranja, plumas rojizas en sus alas, verde esmeralda en la cola y negro plumaje en el resto del cuerpo. Lleva solo un año en las peleas, pero no ha defraudado ni una sola vez a Amarindo. Quizás guiado por el mismo instinto, Bolívar elige un gallo colorado patiblanco, un tanto ajado de pluma y, según le contaron, victorioso de varias peleas a muerte.

Ya frente a frente,  Negro y Colorado, son lanzados a luchar. El ruido del establecimiento es pasional, festivo y omnipontente. Los gritos llenos de vida, mezclados con la música popular y la calidez del aire,  le confieren al gallo el don de la humanidad:

“¡Quiubo a ver hombre!”, “¡Quiubo gallino que lo mermó!”, “¡A pelear como los hombres mijo!”.

En el mundo colonial, la crianza de las “gallinas de Castilla” resultó más fácil en México, América central y zona caribeña, mientras que en el altiplano andino sería más lento y difícil. La diversión de las peleas de gallos, asociadas con los dados, los naipes y las apuestas, fue practicada en tierras americanas desde los primeros tiempos posteriores a la llegada de los españoles, incluso en los viajes de ida y vuelta de las flotas (Sarabia, 2006). Fotografías por Angie Hurtado.

Frecuentemente, el brío de los presentes anima a los gallos – “¡Quiubo negro!”, “¡Firme gallo!”, “¡Duro Negro!”, “¡Duro Negrito!”, “¡Tire Gallino a ver!”-  quienes  se picotean uno al otro, principalmente en el cuello. Son palabras de aliento, voces iracundas, no necesariamente violentas, que se dirigen a los gallos con estrategias de pelea: “¡Así gallo, por la chochita mijo!”, “¡A la cabeza negro!”, “¡Pique, pique!”. Durante el combate, los únicos que no gritan son El Paisa y Amarindo. Un hombre, con el poncho en su hombro, se dirije a este último: “Hablale a ese gallo Amarindo, que él te hace caso”, pero su dueño prefiere sólo mirar fijamente a su gallo, quizá hablándole con el pensamiento.

No hace cinco minutos que la batalla empezó, cuando El Negro, o Negrito, como le llaman, hiere al Colorado en el ojo, dejándolo tuerto. Totalmente desorientado, camina de un lado a otro sin saber a dónde va. Sólo lo guía su instinto, ese que ahí llaman “territorial”, porque cuando el Negro se le acerca, el Colorado responde con ganas, y se mantiene en el juego a pesar de las heridas. Su valor está en juego. Le sacan los ojos pero sigue metiendo el pico, buscando a su enemigo. Ambos gallos saltan para atacar el dorso de su contrincante, le arrancan las plumas del lomo y pican a la cabeza. Al final, danzan en círculo, ya sin fuerzas para saltos. El Colorado, con sus alas caídas, se defiende, pero termina tambaleante sobre la valla de la rotonda, la cual se mancha con su sangre.

El Colorado está ahogado, va a perder.

Pero pasados los diez minutos ninguno de los dos pierde. “De la riña de Bolívar poco se sabe, pero sí que el Libertador sufrió en esa gallera histórica su última derrota, cuya rendición sin atenuantes rubricó con un apretón de manos a su desconocido contendor”[4].

El Requemado

En los alrededores de la gallera, todo tiene nombre de pollo y campo: a tres cuadras, el Restaurante Campestre al que llegan los olores de gasolina de la Estación de Servicio Esso; a cuatro cuadras, la Venta de Gallos y Gallinas al por mayor; a dos cuadras y media, el Restaurante la Gallera, donde hay una imagen de gallos y gallinas pastando libremente. Al lado derecho, una pila de ladrillos. A la izquierda, una venta ambulante de papas y empanadas.

Una vez se ingresa en el recinto, antes del desvencijado kiosco, hay una cancha de fútbol que en tiempo de riñas se utiliza como estacionamiento. Cientos de motos y cuatro autos aparcan ahí. Se ubican también carpas azules marca Postobón y pequeñas mesas con sillas blancas para los asistentes.

Dos hombres jóvenes, de rasgos indígenas, arriban en su motocicleta a La Vega. Lucen confiados. Uno de ellos, de camisa blanca con pintas negras, descarga una maleta cúbica de colores cálidos, amarillos y rojos. El morral tiene en uno de sus lados la figura de un esbelto gallo cabezón que, según dicen, es de mejor linaje. Así, pues, el joven saca de su maleta a El Requemado.  Es un gallo maduro, de cabeza roja, descrestado y desbarbillado, para que no le moleste en la pelea. Cuando tenía siete meses, dejó de ser pollo; una cuchilla le motiló la cresta y la barba, sus partes sensibles y fácilmente atacables; luego, tuvieron que encerrarlo por tres meses. Viste plumaje naranja en el cuello y negro con brillos metálicos verdes en el resto del cuerpo. Sus patas largas, que le confieren un aspecto atlético y gallardo, poseen un espolón o uña natural en su parte posterior.

El joven toma al ave por el dorso y la traslada a la carpa de al lado, en la cual varios hombres reunidos exhiben a sus gallos. Sobre una mesa de tablas apiladas, se ubican dos celdas contiguas, hechas de tubos recubiertos con malla, donde colocan los gallos para medirlos a ojo. No hay pesas ni metros alrededor, no se sigue la regla del balanceo; “acá se hace informalmente, sólo se casan, como en los viejos tiempos, comenta un hombre de camisa negra y poncho al hombro.  Dos gallos contrincantes deben tener un tamaño y aspecto parecidos. “El encuentro entre dos ejemplares debe ser en igualdad de condiciones biológicas y físicas”, por eso se tiene en cuenta el peso y otros acuerdos que deben ser informados al juez, reza la Ley 214 del 2018 del Congreso colombiano, por la cual se reglamenta la actividad cultural y deportiva de los eventos gallísticos.

El Requemado es colocado en el cajón para ser medido. Un gallo blanco de pintas naranja se sitúa en la jaula contigua, pero no es elegido para la competencia, es demasiado robusto.  Un hombre de ojos pequeños y camisa rosa se acerca corriendo. Cree que su gallo sí puede ser escogido. Es semejante en tamaño y color, sólo distinto por su abundante plumaje naranja. Así, se le da aviso al juez de que hay una pareja lista para la siguiente pelea. Los combates no tienen un orden específico, paras un gallo con el que más gusta y los enfrentas. 

“Pollo pelea con pollo. El gallo ya viejo, pelea con gallo ya viejo, es decir, que ha cambiado de plumas al menos una vez”. Pulsar: utilizar las manos para pesar un gallo; casar o cotejar: Buscar una pareja de gallos que tenga tamaño y peso parecido. Fotografía por Angie Hurtado.

El ave cabezona es llevada a la caseta de enfrente: la gallera, una estructura grande de madera y guadua desgastada, semejante a las casas cuadradas para las riñas de gallos en la América del siglo XVII.  El techo, a medio caer, está compuesto de láminas de zinc y plástico negro.  En una de las esquinas del quiosco, hay un cuarto pequeño donde el discómano pone los éxitos de Darío Gómez y El Charrito Negro, y la joven mulata vende la bebida, -agua, cerveza y jugos-, a los visitantes. A su lado, un diminuto cuarto de baño y una zona de lavado para los gallos malheridos.

El lugar es lo suficientemente amplio como para acomodar otras mesas y sillas. En el centro está el ruedo, un círculo menor cubierto de aserrín. Su calibre es de 3 milímetros, por lo que cumple con el reglamento gallístico. En otros reñideros, los ruedos se cubren con arena o un tapete, y pueden tener hasta seis metros de diámetro, para permitir la visibilidad y dar espacio a los gallos que combaten.

Aunque las peleas se organizan hace diez meses en La Vega, la actividad es mucho más antigua. No hay certeza de un área precisa de origen, pero si registros desde hace unos 3000 años A.C. de remotas peleas en Asia, de gallos enfrentados en la India, e incluso, en Grecia y Roma. Cuando la actividad se extiende en América, los sitios de encuentro y las apuestas crecen en tamaño. Los lugares públicos fueron sustituyéndose poco a poco por recintos privados, propiedad de particulares dedicados al comercio, en los cuales la práctica se hizo ilegal. No había control de las apuestas y se realizaban juegos prohibidos de naipes, considerados de azar por excelencia y, por tanto, los más peligrosos[5].

Los rituales de preparación

En el interior de La Vega, el canto de los gallos no cesa.  El Requemado parece tranquilo. A veces se inquieta y muestra su grandeza extendiendo las alas. Tiene la mirada fija, buen semblante. Hace el sonoro cacareo de las mañanas para que lo acaricien y le digan gallo bonito. Su dueño, quien usa una bufanda para no empeorar su aspecto de dos semanas de gripa, llega para armar. Saca de su morral unas espuelas de carey de 40 milímetros que ha comprado en el lugar; no sabe si son de tortuga o de vaca. Luego, un soporte metálico diminuto y dos velas. Comenta que antes cada uno ponía sus espuelas, pero ahora ya se compran en el lugar donde se juega para prevenir que vengan envenenadas. La prevención al juego sucio existe desde el origen mismo de las peleas: en el siglo XIX, en la fría capital colombiana, se bañaba la pata y espolón del gallo con limón, para  evitar las posibles puntas envenenadas.

Antes de la de carey, metálica o plástica, el gallo ha ensayado peleas con una espuela protegida. Son guantecitos de cuero en cada pata, llamados botanas o botainas. En el ensayo los gallos no se hieren. Se les mide la agilidad del pico, la fuerza cuando revolotean y su valor aproximado. Después de varias pruebas, cuando el gallino reúne las características de buen peleador, se le saca a la gallera a pelear con verdaderas armas: las espuelas.

El hombre agarra la pata del ave y cubre con esparadrapo la parte posterior, evitando tapar el espolón. La cera de una vela derretida se adhiere al soporte metálico hasta que queda bien pegado a la uña del animal. Afila la espuela de carey durante siete minutos con papel de lija, y luego esparce con sus dedos y saliva la cera para sujetarla sobre el soporte. El gallo se rasca la pata y da unos débiles lamentos. Tiene razón. Los objetos en su cuerpo le estorban. Lo acarician para que se calme, y entonces cierra los ojos como queriendo descansar. Colocan la segunda espuela en la otra pata. El Requemado está listo.

Fotografías por Angie Hurtado.

 “Mi abuelo era gallero, mi padre era gallero y yo soy gallero”

Un hombre de bata azul camina aprisa con un balde de agua. Avanza hacia al ruedo. Tiene unos 40 años, viste informalmente, y con sus manos esparce el agua sobre el redondel para evitar que el aserrín se levante durante la pelea. Tiene que estar pendiente de todo. Enciende las bombillas que ha llevado y cuelga su cronometro digital en un soporte atado a las guaduas de la caseta, cerca de las luces encendidas.  Lo que pase ahí es responsabilidad suya.

Fotografía por Angie Hurtado.

Ernesto Barona, a quienes los presentes llaman Farola, gana dependiendo de cómo esté la juega. Desde hace siete años es el juez que maneja el área desde Quilichao hacia Mondomo, y algunas partes del Valle. Otro de sus compañeros se dedica exclusivamente al trabajo en Quilichao. Son sólo los dos en el municipio. A nivel nacional, hace parte de la Federación Gallística, institución que rige el reglamento que conoce de memoria. Sabe que este ha cambiado al menos unas tres veces. “Antes se podía jugar hasta media hora, ahora sólo se juega diez minutos”, comenta. La última ley puso énfasis en el cuidado animal, debido a las críticas de los movimientos animalistas respecto a la práctica: “…todos los miembros o personas involucrados en esta actividad, quienes tendrán como obligación, dirigir sus esfuerzos en pro de la conservación y protección de la especie contra actos de crueldad o maltrato animal” (Ley No 214, 2018). “Pero no es maltrato, uno los cría como hijos, los ve pelear como hijos y sufre con ellos como hijos”, explica.

Durante la crianza, los gallos de pelea se amarran para que no se peleen unos con otros. Fotografía por Angie Hurtado.

Ernesto llegó a convertirse en juez de pura casualidad. Como era el que más entendía a los gallos, le dijeron: “jueciá vos”. Su gusto es de familia: “Tengo el gen del gallo”, afirma. Su padre y abuelo fueron unos grandes galleros. De los tres hijos, él fue el único que heredó la afición. Cuando se hizo mayor, compró una finca cafetera. Ahí cuida a sus once gallos de pelea. En su mes de descanso suele aprovechar para sacar a sus gallos a jugar. Él mismo hace de juez, pero de manera imparcial; es decir, “si pierden, pierden y si ganan, ganan”. Recuerda que cuando compró sus gallos hace unos años, les dio cuido y los dejó en libertad hasta los siete meses. Luego tuvo que encerrarlos y descrestarlos. El cuido implica darles buen alimento, entrenamiento, peluquearlos, ponerlos bonitos, como dice el dicho.

Asimismo, El coronel sabe que cuidar de su gallo es lo más importante. Tiene sus motivos. El ave que le dejó su hijo es la mejor de la región. Su esperanza descansa en la posible victoria del animal. El anhelo no sólo se funda en el ordinario triunfo, sino también en la posibilidad de encontrar motivos que apuesten por la prolongación de la vida en medio de las agobiantes circunstancias: «El gallo estaba perfectamente vivo frente al tarro vacío. Cuando vio al coronel emitió un monólogo gutural, casi humano, y echó la cabeza hacia atrás. Él le hizo una sonrisa de complicidad: La vida es dura, camarada»[6]. De igual manera, Dionisio pasa la noche en el mesón, con su gallo amarrado a las patas del mueble. No pega ojo por el miedo de que se lo roben. En ese gallo tiene puestas todas sus esperanzas. Recuerda cuando lo encontró moribundo y con el ala maltrecha, y con esfuerzo lo cuidó, aún en detrimento de los cuidados a su madre enferma. La mujer muere, pero su gallo recuperado se convierte en el gallo de oro[7].

“Palabra de gallero es palabra de gallero”

El juez se acerca a los dueños del Requemado y del Colorado contrincante. Los hombres acuerdan una apuesta global de 300 mil pesos, de la cual Ernesto saca el 5%.  Esta apuesta central depende de los dueños de los gallos, pero a veces también de los demás. Un dueño puede apostar en conjunto, recibiendo aportes de otras personas; si su gallo gana, el dueño se queda con una parte y los demás con el resto, según el acuerdo inicial. El menor valor apostado en La Vega ha sido de 100 mil pesos y el máximo de 800 mil. Nunca se ha visto una apuesta que no sea en dinero, a excepción de los momentos en la madrugada en que se cambian los billetes por botellas de licor.

Los hombres se señalan los unos a los otros – ¡Eh! ¿Cuál te gusta más? -. Cada uno elige su gallo preferido. En la parte de atrás, algunas personas intercambian billetes. Se escuchan apuestas entre los presentes: “vamos 10”, “voy 20” “voy por 40”, “voy por 50 mil”. En tiempos pasados, las peleas eran consideradas, en sí mismas, libres de maldad. El problema eran las apuestas en alza y que algunos aficionados dejaban sus oficios para emplearse en las plazas o como criadores de gallos, e incluso abandonaban a sus familias. En La Vega, algunos galleros traen a sus familias a observar los combates. Las apuestas no se anotan en un cuaderno, ni en un pizarrón, son en palabra, y “palabra de gallero es palabra de gallero”, afirma Jair, dueño y administrador del lugar.

Jair, de 35 años, es un hombre negro con ojos rasgados y pequeños. Su rostro rememora las generaciones resultantes del mestizaje de tiempos coloniales. Recuerda cuando La Vegasolo era una cancha de microfútbol. Tuvo que pedir un préstamo para conservar el terreno y buscar otra fuente de ingresos. Luego, la renta empezó a depender de los torneos irregulares de fútbol los fines de semana y del consumo de bebida en las peleas de gallos. La gallera sólo funciona el segundo domingo de cada mes. Los otros fines de semana es necesario visitar otras galleras del municipio. “Si un gallero te visita, así mismo debes ir a visitarlo, porque te pueden cobrar una multa”, dice.En todo Quilichao, hay unas 20 galleras, siendo la más grande la de El Pital.  Cuenta que la práctica se ha mantenido porque a la gente le gusta mucho reunirse: “Te visitan y los visitas, es una práctica social, así se va moviendo. No es tanto lo económico porque igual son peleas muy baratas; si fueran de millón para arriba pues vale, pero aquí la gente se juega lo que poco que tiene de su salario”, comenta el administrador.

Una multitud en el ruedo

Fotografía por Angie Hurtado.

El ayudante del juez, de unos 20 años, pregona que la pelea empezará . Los espectadores se acumulan alrededor del círculo. Son más de cien. En su mayoría, hombres mayores y jóvenes; hay algunas mujeres y niños, un hombre en silla de ruedas y un perro. Algunos galleros  portan un caracteristico bolso chico de una sola correa, exhibido siempre al frente. La mayoría se conoce porque cada gallera tiene su “cuerda”, es decir, una cantidad de galleros con sus gallos. Se reunen personas de colores y lugares distintos: negros, mestizos e indigenas; de Santander de Quilichao, Mondomo, Cali, Pasto y Popayán. Cualquiera puede entran a ver la pelea, no hay restricción alguna. Se empieza temprano, a las cuatro de la tarde, y por eso algunos vienen en familia. Cuando cae la noche, se van a casa a descansar.

El gentío desarrolla distintas profesiones: están los finqueros, cafeteros y agricultores, trabajadores de construcción, comerciantes, los que se dedican a oficios varios, y los abogados e ingenieros. Un hombre canoso octogenario, el Doctor Ernesto Navia, es un ingeniero agrónomo de la Universidad Nacional. Le dicen Doctor porque hizo un posgrado en los Estados Unidos y se la pasó estudiando toda su vida. No se ha parado de la silla de la gallera desde que llegó: quiere conservar su puesto. Ya viejo se vino a vivir a Quilichao. Tiene una finca cafetera en la que cría a sus gallos de origen costeño, traídos de Sincelejo. Un colega suyo, Olimpo Viveros Espinosa, quien murió en una cirugía de baipás, le regaló la semilla de sus gallos. “A veces ganan, a veces pierden, como en todos los juegos, eso es muy relativo”, comenta. Al gallo se le debe mimar mucho, alimentarlo bien, no engrasarlo. Su alimentación es a régimen de atleta: a base de maíz y sorgo, dos gramíneas que tienen la misma proteína. Sus aves tienen un entrenador, un hombre de la vereda Guayabal. Ernesto se enoja porque el hombre no ha llegado con sus gallos. Quiere verlos pelear.

Al muerto se le entierra

Las aves están frente a frente. El ayudante está pendiente de los relojes de arena para contabilizar cuando uno de los gallos caiga. El juez recibe el dinero de la apuesta. Levanta su brazo y pone el cronómetro a correr. Suena la canción Dos días, de El Andariego. Un gallo se abalanza sobre el otro. La gente no bebe mientras observa. Las cervezas Póker y las gaseosas Big se quedan en las mesas. Los niños miran con curiosidad, sin hacer gesto alguno. Las voces de los asistentes son vivas: “¡hágale gallo!”. Una voz sobresale sobre las demás; es la del joven que siempre sostuvo al Requemado. – “¡Quiubo a ver!”- le dice, mientras alza con fuerza sus brazos hacia arriba. – “¡Tire papito a ver!”, “¡Upa!- y el Requemado parece que escucha porque le pica el cuello al Colorado. Lo agarra con fuerza sin querer soltarlo. El Colorado se defiende y le arranca algunas plumas de debajo de las alas. Pasados cinco minutos, apenas la mitad, el Requemado picotea el oído de su contrincante. Este mancha el costal verde con su sangre. Cae fulminado en el suelo. La arena corre contando el tiempo. Está muerto.

Una pelea en La Vega. Fotografía por Angie Hurtado.

El Requemado sale del recinto invicto, con pocas heridas. Es llevado a la parte externa de la gallera. Le revisan el lomo, debajo de las alas, tiene un ala lesionada. Su dueño procede a retirarle las espuelas. El joven que lo sostiene mancha su camisa blanca de sangre. El Requemado jadea, intenta obtener aire para sus pulmones. El calor que emana es excesivo. Los hombres lo soban y lo felicitan: El gallo bonito ganó. Deciden no bañarlo, pues si está muy agitado no le hace bien. Proceden a meterlo a la maleta, de la cual inicialmente salió.

Después de la pelea, los gallos vivos se cuidan y se preparan durante uno o dos meses. Tienen una recuperación muy rápida. Por muy malos que estén, a los dos días ya están comiendo y cantando otra vez.  Al muerto se le entierra. Es de mal agüero comerse a los gallos fallecidos. A los galleros les da pesar. Hay un vínculo familiar con los gallitos: “Se ven como un integrante más de la familia. Cuando uno de mis gallos muere, me da tristeza. Yo me los llevo y los entierro. Hay gente que los deja votados. No tienen corazón”, comenta Idalia, una mujer de 45 años. Sus gallos son el reflejo de sus propios hijos, tal como para María Bidó, en El Gallo en el espejo.[8] Cría sus gallos en su casa desde hace cinco años. Les da crecimiento, vitaminas, cuchuco y harina de pescado. Cuando era niña, su padre la llevó a una gallera. Con la familia de su esposo, el gusto por las peleas creció.

Se retiran las espuelas de carey después de la pelea. Fotografía por Angie Hurtado.

Para ella, un gallo bueno se define en la pelea. Sus gallos lo son, aunque algunas veces han muerto; en la pelea pasada perdió dos. Cuando pierden por malos le da rabia, pero si es una pelea luchada, queda contenta a pesar de los resultados. Piensa que la gente se reúne en este juego, principalmente, por las apuestas. Para Idalia, más ha sido lo perdido que lo ganado. En los peores casos, las riñas pueden traer el desastre total. Úrsula Iguarán piensa que los gallos fueron la perdición de su familia. Fue precisamente en un reñidero, donde ocurre la ofensa que lleva a José Arcadio Buendía a matar a Prudencio Aguilar, y más adelante a abandonar su pueblo, cruzar la sierra y fundar Macondo. Una vez ahí, los únicos animales prohibidos fueron los gallos, aves que llegaron con los primeros conquistadores del territorio americano, trayendo al Nuevo Mundo la destrucción de las culturas ya existentes[9].

Después de unas dieciocho o diecinueve jugadas, ya casi a las dos de la madrugada, las peleas en La Vega cesan. Pocos autos pasan sobre la Panamericana. El silencio invade la gallera. La cancha queda solitaria. Un coro de perros se escucha a lo lejos. A las cinco de la mañana, sólo el canto de un gallino, da inicio al nuevo día.

Al finalizar la pelea, los dueños conservan las espuelas de los gallos. Fotografía por Angie Hurtado.

[1]Cristóbal Colón: Diario de navegación (1961), Comisión Nacional Cubana de la UNESCO, La Habana, pp. 59-60.

[2] Basado en Pérez, Omar Alberto (1984). La Pelea de Gallos en Venezuela: léxico, historia y literatura. Caracas: Espada Rota.

[3] El episodio se deriva de una cita histórica publicada en la Gaceta Dominical de El País: Valencia, Rubén Darío (8, abril, 2007). Se complementa con: García Márquez, Gabriel (1989). El General en su laberinto. Oveja Negra.

[4] Valencia, Rubén Darío (8, abril, 2007). Gaceta Dominical de El Pais, Cali.

[5] La mayoría de información e imágenes sobre la historia de los gallos de pelea en América viene de: Sarabia, M. (2016).  Peleas de gallos en américa. Su historia, tradición y actualidad. Madrid: Real de Catorce / Noriega Editores.

[6] García Márquez, G. (1961). El coronel no tiene quien le escriba. Bogotá: Editorial La Oveja Negra.

[7] Rulfo, J. (1980) El gallo de oro. Ciudad de México: Ediciones Era.

[8] Labrador Ruiz, E. (1958). El gallo en el espejo. México: Editorial Novaro-México, S.A. p.169.

[9] García Márquez, G. (2007). Cien años de soledad. La Habana: Editorial Arte y Literatura. Ruiz, Marilé. (2011). La América a través de sus gallos. ISLAS, 53(167):19-45.