Escuela de Comunicación Social
Universidad del Valle

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En Cali, en la ladera suroccidental, de los grifos no sale agua durante horas sin importar si es temporada de lluvias o de calor sofocante. Hace años los cortes del servicio podían extenderse durante días. Ahora es conveniente preguntarnos si es posible que se repitan los ‘días de la escasez de agua’ en la ciudad.

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En Cali, en la ladera suroccidental, de los grifos no sale agua durante horas sin importar si es temporada de lluvias o de calor sofocante. Hace años los cortes del servicio podían extenderse durante días. Ahora es conveniente preguntarnos si es posible que se repitan los ‘días de la escasez de agua’ en la ciudad.


Por: Abrahán Gutierrez N., Lorena Ceballos.

Padecer los cortes del suministro en distintas décadas

Yolanda García Calero -75 años- suele despertarse a las tres de la mañana. Su rutina inicia con la preparación del amasijo de las arepas para el desayuno y para la venta: mezcla harina de maíz trillado con margarina, sal y «el secreto de la abuela». Es una mujer de sonrisa dulce y, en cuyo rostro, marcado por arrugas, sobresale la serenidad de su mirada. Si algún foráneo se la topara en la calle, notaría fácilmente su habilidad para subir, bastón en mano, la pendiente que conduce a su hogar: un camino de escaleras retorcidas entre los muros de las construcciones.

En una mañana tranquila, cuando el silencio se impone entre las casas amontonadas del barrio, ella -madre de cinco hijos y abuela de siete nietos- relata la odisea de criar una familia en la zona de ladera.

“Siempre hay que mantener agüita en un tarro. Cuando uno lleva tantos años en esta loma aprende a ahorrar. Mire –señala una bandeja plástica en el piso-, nos paramos en este recipiente y recogemos el agua enjabonada con la que nos duchamos para vaciar el baño…”. 

Yolanda conoce bien la historia del desabastecimiento: «El problema del agua en Alto Jordán es tan viejo como este barrio; hace unos veinte años, cuando nació el menor de los nietos, nos la quitaban durante meses». El Tiempo del 22 de marzo de 1996 registró: «Un mes y medio completaron los habitantes del Barrio Jordán sin agua». El artículo indicaba que «en el sector hay un daño por taponamiento de tubería, que sumado a la escasez significa cero litros de agua para los habitantes del lugar». En la cocina de Yolanda un contenedor de plástico de 200 litros está siempre lleno “por si las moscas”. Apenas queda espacio para caminar entre el mesón y una lavadora. 

Los habitantes de ladera, a menudo, no entienden el fenómeno. Una cadena de causas suele imposibilitar la toma de agua de la red alta del acueducto de Cali. Como la cuenca del río está deteriorada debido a que la frontera urbana se extendió hacia lo alto de la cordillera –desde que llegaron los primeros habitantes hacia 1930- despojándola de vegetación y, las labores de explotación minera cargan de químicos al acuífero, en invierno es imposible recolectar el agua por la turbiedad -el arrastre de sedimentos del suelo asfaltado y desnudo- y en verano, se baja tanto el nivel que ni siquiera alcanza la toma.

Jenny del Carmen Avendaño -55 años, trigueña, ojos miel y gafas redondas- aprieta el pedal de una máquina plana industrial, una Siruba de origen japonés. A la una de la tarde, la temperatura en la habitación, medida con termómetro en mano, alcanza los 38°Celsius. Es modista desde hace dos décadas y media. Llegó a Cali, proveniente de Buga, en febrero del 2012, acompañada de su esposo y dos hijos, en busca de un mejor porvenir; ambos jóvenes estudian en la Universidad del Valle. Debido a sus escasos recursos económicos, arrendaron una vivienda que se ajustara a su realidad: «Vinimos a Polvorines porque era el único lugar en el que conseguimos casa sin fiadores. Nosotros no somos de aquí, tenemos que guerrearla duro para sobrevivir». 

De lunes a viernes, Jenny se despierta a las cinco de la madrugada, los fines de semana duerme hasta las ocho. En un día normal cose prendas de vestir durante nueve horas; la subcontrata una empresa de confecciones. Sus ingresos dependen de que le resulte “trabajito” y afirma que «el negocio se pone bueno durante la temporada escolar». Su mayor orgullo son sus hijos, dice que “son excelentes en el estudio”. Cuando cortaban el servicio de agua en Polvorines, los muchachos debían recorrer cuadras enteras con baldes llenos sobre sus hombros.

La situación era crítica, porque no avisaban cuando la iban a quitar. Si usted se descuidaba cuando se daba cuenta, ya no salía ni una gota por la llave. En muchas ocasiones duramos días sin el servicio, sin haber apañado una sola gota de agua.

Daniel Hernando Posada Suárez, Gerente de Acueducto y Alcantarillado de Emcali, tiene casi treinta años de experiencia en el manejo de recursos hídricos. Antes de arribar a Cali había trabajado dos décadas y media en el Acueducto de Bogotá y, luego, asumió la Gerencia de la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Yopal. Es un “hombre del agua” que, con voz serena y mirada indescifrable, afirma que “el desabastecimiento producido por el cambio climático en Cali no es tan agudo debido a que el 75% del consumo de la población se toma del río Cauca y, normalmente, esta fuente tiene el potencial para responder al volumen demandado, incluso en temporada seca, porque la cuenca se halla en buen estado”. 

Afirma que la cuarta parte de la población de Cali, el 25% restante, se abastece de los ríos Cali, Meléndez y Pance. No obstante, mientras la cuenca del río Pance está bien preservada y genera un volumen constante de agua, el caudal de los ríos Cali y Meléndez suele disminuir en época de estiaje, cuando su caudal se reduce a niveles mínimos. Precisamente la minería y los asentamientos urbanos sin planificación, en la ladera suroccidental, terminaron deteriorando al Meléndez. El agua no llega a las tomas de la red de zona alta y, hasta el 2015, en los grifos no salía una gota; al menos, sesenta mil personas debían padecer sed, en suspensiones que podían durar horas o extenderse durante días. El evento ocurría en extremos climáticos: épocas muy lluviosas o épocas de extrema sequía.

Matar la sed con menos del mínimo

Daniel Carlosama -19 años, blanco, cabello largo- se crio en el barrio Alto Nápoles. Sus padres, oriundos de Ipiales, Nariño, migraron a la ciudad a estudiar contaduría; nunca se graduaron pero en la ciudad iniciaron una nueva vida. En la actualidad, él reside en un apartaestudio del sector que lo vio crecer. «Vivo solo y mi pileta es pequeñita. Si me preguntás cómo describo los días sin agua, te respondo fácil: son un suplicio. Hubo una ocasión en la que me tocó aplicar técnicas de supervivencia: le quité la tapa al tanque del sanitario y me bañé con lo que había ahí». En esa ocasión el agua se demoró tres días en llegar.

El cuerpo de un adulto está compuesto en un 60% de agua y pierde al día más de un litro en sus funciones vitales: en la orina, 0.5 litros; en la respiración, 0.6 litros; en la excreción 0,15 litros y en la transpiración, 0,2 litros. La Organización Mundial de la Salud considera que el volumen mínimo de agua para asegurar la supervivencia es 25 litros por persona al día. En Colombia, la normatividad hace variar el mínimo requerido con respecto a la temperatura y la altitud sobre el nivel del mar. Esta variación oscila entre 80 litros por persona al día para tierra fría y 100-120 litros por persona al día para clima caliente; esta medida es más restrictiva cuando hay verano fuerte como el que se presenta con el Fenómeno de El Niño. Daniel Carlosama, de El Alto Nápoles, vivió tres días con menos de la mitad de esa cantidad, tan sólo con 7.5 litros, la capacidad de un baño ahorrador.

La cuenca del río Meléndez posee la fragilidad de un enfermo terminal: debido a la ausencia de bosque nativo, no retiene agua. Las consecuencias no sólo se expresan en los días de sequía, en temporada de lluvias el afluente se enturbia por el arrastre de sedimentos y como la planta de potabilización no fue diseñada para tratar agua en estas condiciones el operador del acueducto debe cerrar la toma. Daniel Hernando Posada Suárez afirma que Emcali diseñó un plan de contingencia para abastecer las zonas de ladera en “casos excepcionales, en los que un corte del servicio no debería durar más de unas cuantas horas”: «Cuando tenemos un corte por turbiedad o baja de caudal en el río Meléndez, trasvasamos agua desde la parte baja –de la que viene del río Cauca- hacia la parte alta, por medio de la estación de bombeo de Nápoles. Básicamente, es la manera de atender la demanda de déficit que se puede producir por la exclusión de caudal del río Meléndez en la ladera», dice.

Victoria Hernández -27 años, trigueña, cabello negro y liso- vive desde hace año y medio en el sector de Meléndez, en el conjunto de apartamentos Madrigal Campestre, 20 torres erguidas en la parte media del lomerío. Es madre de dos infantes -de ocho y un año y medio- que despide todas las mañanas con besos y abrazos. Su esposo, Eduardo, es el encargado de llevarlos a la escuela y guardería, respectivamente. A comienzo del 2016 sufrió los embates del racionamiento: «¡Era terrible! Por lo general, quitaban el agua en la madrugada, los niños no podían bañarse antes de ir a la escuela y por eso, a veces, no había guardería».

Pocos científicos advierten, de forma reiterada, las consecuencias futuras de no recuperar el río Cauca como la investigadora del Cinara Inés Restrepo Tarquino, que lleva veintiséis años desarrollando alternativas en torno a la gestión sostenible de recursos hídricos. Según esta experta, tres cuartos de Cali se abastecen con agua del río Cauca, sin embargo, él caudal sufre una gran contaminación en su trayecto desde el norte del Cauca. Los caleños somos parte del problema porque descargamos todas las aguas residuales y de lluvia a cuatro kilómetros de la bocatoma de la planta de Puerto Mallarino –justo en donde se recoge al agua para potabilización-. Cuando mengua el caudal del río la proporción de contaminantes que vacían las poblaciones “de aquí a la salvajina” se incrementa a niveles tan alarmantes que se debe cerrar la toma. 

Esteban Riascos -46 años, delgado, bigote y nariz aguileña- llega a su casa, en las inmediaciones de Polvorines, escurriendo agua. Es un miércoles lluvioso de junio, nueve y cinco de la noche. Su domicilio queda en un sector llamado “El ocho”. En la puerta metálica de la vivienda hay un agujero redondo de unos cuantos milímetros. Si se mira hacia el interior, el caos reina en el recinto: una mesa de madera sin pulir, una poltrona y algunas sillas Rimax, están esparcidas sin orden aparente. El agujero está ahí desde hace dieciséis años, desde el día en que asesinaron a uno de sus hermanos. Estaba en estado de alicoramiento se recostó en la puerta para escapar de sus verdugos. El boquete en el metal recuerda tiempos difíciles. Esteban, tecnólogo del Sena, es “cristiano”; aunque ahora cree en el perdón, defiende la idea de salir a tapar las calles cuando lo dejan sin agua. 

Usted no puede imaginarse lo desesperante que es pasar varios días sin bañarse dentro de una casa con techo de zinc. Aquí no nos quitaban el agua durante cuatro días, nos la quitaban durante meses, la ponían unas horitas cada dos o tres días para que recogiéramos.

Si hacemos las cuentas, la ciudad requiere poco menos de 9 m3 por segundo de agua, de los cuales tan sólo 6 mil litros (6 m3/s) por segundo provienen del Cauca. En un día normal, Cali demanda aproximadamente 777.600 m3 del líquido. En teoría, con la conexión de la redes baja y alta del acueducto, “se solucionaría el problema de las laderas” dejando a Cali completamente dependiente del principal afluente, el río Cauca. Pero, ¿qué pasará si se debe cerrar la bocatoma del río Cauca?

La mayoría olvida que el fluido también se ausenta en temporada de lluvias. A medida que los aguaceros arrecian en el norte del Cauca, los ríos Palo y Desbaratado, con cuencas moribundas por las décadas de deterioro minero y la extensión de la frontera agrícola, arrastran palizadas y convierten al río Cauca en un lodazal. El agua es intratable. Supera por 6 mil unidades el máximo permitido por el Decreto de Usos del agua y residuos, que fija estándares de un máximo 3000 unidades de turbiedad. Se suspende la toma y, a partir de ese instante, la población depende del Reservorio de aguas de Puerto Mallarino, que con una capacidad de 80.000 m³ logra mitigar la demanda de los caleños apenas durante un poco más de dos horas y media. La conexión de las redes baja y alta, se vislumbra como una solución ‘muy temporal’ al desabastecimiento.

La magia en el agua

Esteban Riascos tiene un curso en cargar llantas y troncos para cerrar el paso en la carretera. «El operativo es fácil y efectivo, cuando se les va la mano hay que taparles Tres esquinas. Así sí mandan los carrotanques, pero a veces el agua viene sucia con combustible». El año pasado estuvo enfermo en dos ocasiones: dengue y zika. Atribuye el contagio de estos virus a la proliferación de zancudos en el barrio: «La gente almacena agua en cualquier frasco y después las larvas se reproducen por montones. Los vecinos no tapaban bien las vasijas y se generaban problemas de salud. Baje al Jordán en época de sequía y verá que ese barrio es un hervidero de zancudos».

En el tercer día de desabastecimiento, Daniel Carlosama reconoció a algunos vecinos con baldes en la calle. Supuso que habían enviado un camión cisterna para repartir el líquido y salió con la esperanza de hallar agua potable. La fila era colosal: decenas de personas se agolpaban esperando turno. De las entrañas de la tierra, oculto bajo una tapa de concreto, brotaba un pequeño hilo que siempre se desperdiciaba en la alcantarilla; un atisbo de la fábrica de agua que era la cordillera antes de ser devorada por el asfalto. Esperó cuatro horas bajo el sol ácido de la tarde y cuando al fin pudo llenar su recipiente era de noche. Al regresar a casa, un borbollón de agua a baja presión, teñido por el exceso de cloro, llenaba su pequeña “pileta”. 

¿Qué hacer sin el río Cauca?

El vertido de contaminantes -desagües de fábricas y lixiviados provenientes de rellenos sanitarios- en el río Cauca, causa alarma en los expertos. A Inés Restrepo Tarquino la perturba la inoperancia de la legislación ambiental en estos casos: ‘‘Aunque existe la normatividad, la Resolución 0631, que pone límite a los vertimientos, y las autoridades ambientales (en el cauca, la CRC; en el Valle la CVC y en Cali, el DAGMA), los organismos de control no cuentan con la capacidad técnica para hacer control de esos vertimientos’. Flota en el aire su preocupación: si no se ayuda a proteger el río, la calidad del agua disminuirá y el problema a futuro es que, si disminuye su volumen, el río Cauca será una cloaca.

El agotamiento de las cuencas hidrográficas está relacionado de forma directa con la preservación de los páramos. Según la investigadora del Cinara, el cambio climático genera incrementos de temperatura intolerables para los páramos: ‘muchos estiman que, en menos de un siglo, los páramos y glaciares desaparecerán’. El fin de estos sistemas implica el fin de los ríos. «El macizo colombiano, un páramo gigantesco, es el que bota el agua para el río Cauca, el río Magdalena, el río Putumayo, el río Caquetá…El fin de la vegetación de páramos es un problema gravísimo, un problema que podría secar cualquier río. Muchos de los afluentes que caen al Cauca desaparecerán». 

Son alarmantes estas proyecciones. El día en que los extremos climáticos se extiendan y la contaminación del río Cauca se agudice, debido a nuestra Cauca-dependencia, el problema del desabastecimiento no se limitará a las zonas de ladera, sino que afectará a toda Cali. No habrá agua en ningún grifo y las personas desesperadas podrían volcarse a las calles a exigir el recurso mediante bloqueos –como en el pasado-. El día en que el páramo muera por la desidia administrativa, no habrá protesta que traiga el agua de vuelta. Padeceremos sed, Cali se peleará por agua, mientras lo único que arrastren los ríos será un fluyo continuo de sustancia tóxicas.

El baño de Yolanda García Calero tiene un metro de ancho por metro y medio de largo. Desde el exterior se puede ver el reflejo de la anciana en el espejo embadurnado por las salpicaduras de crema dental. El recinto goza de un pequeño tragaluz sobre el lavamanos y, en la parte superior de la entrada, un crucifijo “exorciza los malos tiempos”. La anciana, encorvada por efecto del tiempo, afirma que desde hace treinta años habita en El Alto Jordán. Cuando habla del terruño en el que construyó una familia con Hernando Restrepo, su amor de toda la vida, se le quiebra la voz. A menudo interrumpe el relato cuando lanza un manotazo para aplastar un zancudo contra la pared. Los zancudos abundan en la temporada de calor, los meses calurosos suelen advertir ‘que se vienen días sin agua’.

Esteban Riascos conoció a Yolanda García Calero en una fila para acceder al líquido de un carrotanque en el 2012: «Como nos quitaban el servicio y a veces allá arriba no llegaban los tanques, veníamos en el motocarro con el que trabajo para subir los baldes. En esos días doña Yolanda me contrató para llevarle unos timbos hasta la casa». Sonríe. Fue por esa fecha cuando se unieron para protestar, bloquear calles y exigir. Llegó ese instante en el que todos empezaron a planificar “mecanismos de presión”, cuando se agotaron, desesperaron, y emergió una suerte de sentido de justicia, de reclamo por la falta de soluciones a un problema de décadas. 

Daniel Carlosama recuerda el mes aproximado del 2015 en que empezó la crisis: “Más o menos en junio, por culpa del Fenómeno del niño”. La desesperación se apoderaba de los habitantes del Alto Nápoles, quienes, machete y palo en mano, desviaban los carrotanques de su ruta establecida. La gente del barrio se comportaba cada vez más agresiva. A veces los carrotanques eran escoltados por la policía, pero eso generaba molestia entre los pobladores. Los choferes de los camiones cisterna eran amenazados. «En Nápoles hay sectores críticos a los que no llegó el agua durante meses, por ejemplo, Cuatro Esquinas. Sin agua cualquiera pierde la racionalidad, se deja llevar por la ira, personas buenas terminaban amenazando a los motoristas de los camiones cisterna». 

Después de beber el café de la mañana, el 14 de septiembre del 2012, Jenny del Carmen Avendaño escuchó que sus hijos iban a apoyar las protestas del Bajo Jordán. En Polvorines el agua llegaba por horas y ya se habían acostumbrado a tener un montón de tarros plásticos con el líquido almacenado: «Siempre llenábamos los tarros tan pronto veíamos que dejaba de llover». Ese día Jenny no cosió prenda alguna, salió junto a sus hijos a recorrer las calles. Habitantes de Altos de los Chorros, Nápoles y Alto y Bajo Jordán se reunieron para exigir soluciones. Emcali anunció la ejecución de un plan de contingencia con el que mitigó el impacto del desabastecimiento mediante la distribución de agua con carros cisterna. 

En agosto del 2015, los niveles de los Ríos Cali y Meléndez disminuyeron –otra vez- de forma crítica y Julián Lora, gerente de Acueducto y Alcantarillado de Emcali, garantizó el suministro de agua, a la Comuna 18, mediante la prestación del servicio cada día de por medio: martes, jueves y sábados. El Fenómeno del Niño, un patrón climático que genera en el Valle del Cauca el incremento de la temperatura y sequía de los acuíferos, se extendió hasta enero del 2016. Los ciudadanos de a pie suelen recordar la escasez en época de calor, cuando este fenómeno somete la capital vallecaucana a temperaturas que sobrepasan los 35 grados Celsius dentro de las casas revestidas con tejas de zinc. 

Los fines de semana, Yolanda García Calero enciende un fogón frente a su casa. Las cenizas ascienden conforme abanica y abanica y abanica una tapa sobre los leños. Es una trabajadora infatigable. Durante los primeros meses del 2016 soportó el calor asfixiante y la agonía de su negocio de sábado: “los tamalitos no se cocinan sin agua”. Ahora camina ágilmente loma abajo, su piel de brea contrasta con el pavimento gris. No hay brisa, no hay árboles, el resplandor del sol sobre la carretera es enceguecedor. Mientras baja la pendiente con “agilidad de muchacho” comenta que, si este año vuelve a haber sequía, los habitantes del sector deberán subir la montaña con tarros al hombro. «Ojalá siga lloviendo, mijo…Ojalá».

Sin embargo, la escasez no ocurre sólo por la temporada de calor y eso bien lo sabe Inés Restrepo Tarquino, con veintiséis años en busca de asegurar el futuro hídrico de las generaciones venideras de Cali a partir de sus investigaciones. Si alguien le pregunta cómo terminar para siempre con los cortes de agua en Cali, respira profundo y con veredicto inapelable afirma: “La solución ideal sería que se descontaminaran los ríos que llegan al Cauca, se controlara la contaminación directa y la reforestación de las cuencas hidrográficas del departamento del Cauca y el Valle. Pero nadie quiere darse la pela política que esto requiere”.